Aquella estatua…
“Hay afirmaciones tan estúpidas,
que sólo un phd puede creerlas.”
Isa Ben Adam
Esperé su vuelta con ansias impacientes. Era mi confidente y amigo; lo había sido,
camarada fraterno de incontables jornadas, transcurridas en aquél mismo patio en
que ahora me encontraba y que constituía como el arrancar del tupido bosquecillo
de la granja heredada de mi padre. Charlas, encuentros fuertes, discusiones
airadas, conversaciones alegres que animaba aquél vino favorito que para Federico
siempre guardaba con cariño. Había emprendido él una de sus acostumbradas giras
de pláticas por varias universidades, esta vez por el más apartado, escondido
oriente.
Atraía. Su brujón de títulos, doctorados, distinciones honoríficas, no constituían la
causa de que le reclamaran de todas partes. Era su magnetismo personal, la
sencillez con que deshacía los más complicados temas; su presencia misma,
cargada de respeto sin distancias, como la de un hermano mayor y muy cercano al
que se admira y quiere sin que la brillantez ofusque ni la simplicidad disfrace.
Le conocía todo lo bien que su amistad abierta y fresca me concedía
generosamente; todo lo que permite el asomarse al infinito transpirar de un alma
de inquietudes supremas, de búsqueda incansable, con rectitud y seriedad ante el
devenir y sus misterios. Le había contemplado arrodillado ante la abismal limitación
del espíritu del hombre y la sobrecogedora infinitud que le oprime y le reta; y
luego sucumbir, con la usual flaqueza, mortal al fin, ante la tentadora ilusión que
cree abrir como un resquicio en el agujero oscuro de la ciencia, para extraer, ufano,
sus juguetonas teorías. ¿Cómo no tenerlas? ¿Cómo sustraerse a la caricia de ese
fascinante mediterráneo que creemos tan muy nuestro, tan fruto natural del
natural desvelo, de ese caer de hinojos ante el saber rogándole sus dádivas? ¡Y
obtenerlas! Se conocía flaco; pero tenía sus hitos, sus fortalezas conquistadas, su
doblegar al pensamiento pulsando duro. Y entonces era firme. Era, llanamente,
humano.
Regresó, un día, cargado de historietas, de aprestos y de supuestos nuevos, y me
abrazó interminablemente. Lo llevé, temblando, al sitio nuestro; nos sentamos, le
apreté su brazo, y le mostré la estatua. Quedó paralizado. Jamás había visto,
confesó más tarde, nada igual; entonces sólo deslizó un mudo asombro, como
escapado del alma y sin quererlo, sin poder sujetarlo...
Se alzaba contra el bosque, divina, majestuosa, desafiante. El recortado mármol se
adueñaba del todo, lo esfumaba, prevalecía.
- ¿De dónde has sacado esa maravilla? ¡No es obra humana!
No. No lo era. Y comencé a explicarlo con timidez, como niño a quien le espanta
confesar su fallida y desastrosa intrepidez, pero se vence; como el ángel que al
blandir el fuego de sus plagas se estremece. Había surgido ante mis ojos, confesé,
arrancada al no existir. Por pedazos. Noche a noche, y sin lugar a dudas. Allí
estaba. Ante todo emergió, en los aires, sin sostén alguno, aquella noble cabeza de
madona adusta. Y nada más. Por dos noches consecutivas no hubo añadidos.
Flotaba en el murmullo de los vientos y me miraba airosa, en el sitio exacto y a la
altura precisa donde ya quedaría para siempre.
Después, a capricho, cuando el arcano lo quería, le fue añadiendo trozos, hasta
tocar la tierra, la increíble obra completada.
Me miró con violento recelo. Después se fue calmando. Pasó de la ironía a la risa
grotesca, mientras yo le juraba una y mil veces que no jugaba, que no lo haría con
él, que no mentía, que era la más hermosa, sublime, dádiva del cielo.
Tardó en recobrar su compostura. Yo le entendía. Absurdo. ¡Pero existía, estaba
allí, nos contemplaba! Surgió el profesor y el amigo mezclados con ternura. Era
imposible, y desveló las infinitas causas del inadmisible, de la locura, de la no
cabida de la casualidad, de lo no explicable. Me miraba de frente, y hablaba de
soslayo; me hablaba de lado, y me miraba recto.
Desplegó como nunca sus artes de maestro, de compañero, de sabio solícito y
bueno. Tras la negación de incontestable lógica, del no rotundo, me explicó que no
la estatua, pero que el resto todo del universo, de soles y de estrellas y montañas,
del pájaro y del ave, y del tú y el yo, de cuanto existía por encima, y de lado, y
debajo de aquella estatua, era un simple producto de la casualidad más absoluta;
inacabable, indestructible, eterna.
Jorge Arrastía.