A la caza de la riqueza .
“Necesito muy poco, y ese poco lo necesito muy poco”
El de Asís.
Hagamos del universo una gran catedral una universidad y una gran fábrica. Para
levantar catedrales y universidades, tienen las fábricas que producir riquezas.
Dejemos de jugar a la pobreza de los dineros. No es bueno el populismo, juego
mezquino. Hay juegos serios y juegos tibios. Por encima de todas las indigencias,
está la radical del alma. Ese sí es negocio grave. Lo demás pura fantochería. Lo que
requiere lucha, rasgar de lanzas y no contra los vientos, defensa fiera, es la familia,
es la persona. Hacia ahí van los dardos, no es al cuerpo; no es en las sopas donde
se cuecen los infiernos.
Si bien dice el Quijano que el peso de las armas no se lleva sin el gobierno de las
tripas, y hay que cuidarlas, no es en ese campo en que se libran hoy las guerras. Es
el alma la radicalmente responsable de que el ser del hombre se constituya en lo
que es. Son los arrestos, no es el trigo; no los arroces los que logran el ser
virtuoso al que apuntaba el griego. Ser lo que soy, aquello para lo que fui creado es
lo que importa, no el contar cuántos mendrugos de pan haya en la mesa. Batalla
errónea otra batalla, si no es ésa la que lidera. Es la prostitución, la tiranía, el
homosexualismo activo, la corrupción, el latrocinio, lo que corroe al hombre en sus
entrañas, y lo esclaviza. Pobres siempre los tendréis ; pero habrá menos donde no
haya deshonestidad, y no se oprima con la mentira: donde sean loados el decoro,
el honor; y se asesine atravesándole con furia las vísceras al estado despótico,
socialista opresor; que es el hombre y no la sociedad la que necesita redención.
Semillas en la mente, simientes en el alma, catedrales grandiosas, enormes y
profusas las escuelas, y no graneros lo que necesita la nación: que se les yerga el
alma y se eleve la frente, que piensen y no se les idiotice el seso. Frascos de
aromas que se rompan en la frente de la patria, reconquista de espíritu, coronas y
laureles, santos y héroes, preciosos nardos que se viertan en la frente del profeta,
¡y lo demás pamplinas
Las cifras frías: Mueren de hambre 15, 000,000 niños cada año.
39, 496,587 se matan por aborto. Casi tres niños abortados por cada uno que
muere de hambre. 2,973 personas asesinadas por terroristas el 11 de septiembre
del 2001. Llevaría 36 años, un atentado como el del 11 de septiembre, cada día, un
criminal día tras los otros, 13,285 viles atentados, para igualar el número de niños
asesinados por aborto en un año.
Criminales cada una de esas muertes. Unas por hambre, indiferencias, avaricias,
ignominiosas indecencias de los hombres. Otras por el fanatismo terrorista que se
ensaña en cercenar vidas inocentes; mientras más inocentes caigan, mayor la
hazaña. A los otros los asesinan sus propias madres en sus vientres.
Claman al cielo tan ignominiosos exterminios. Hay que alzar la voz y luchar
fieramente porque no ocurra ni una sola de esas muertes. Pero es infinito el clamor
del que no vistió miserias porque no pudo ni nacer. Y es legal asesinarles. Es
constitucional. No pudo abrazar a su mamá, no pudo lloriquearle sus antojos, no
arrojar sus miedos en el regazo que más hubiera amado; no le dieron otro nombre
que feto, y le despedazaron. Se le negó, lo que tuvieron los otros muertos: tener
un nombre, una tumba en algún lugarcito de la tierra para sus huesos, y un
recuerdo... Nadie le llora, nadie guarda una foto y sonríe recordando sus pillerías,
su primera caída, su primer dientecito. No tuvo un primer día de clases, ni probó un
helado, ni brincó de alegría por sus zapatos nuevos…
Los harapos se arrancan con las propias manos, no con limosnas; no con
filantropías hinchadas de soberbias. No hay sitio digno en medio de la calle, no hay
otro modo de adecentar la existencia, que la conquista personal; la batalla heroica
del que violenta al parto a la indómita tierra, a fructificar la mina rajándole sus
cuevas; sin pordiosear; fraguando con el trabajo redentor, con propias
reciedumbres, el plato con que se quiebra el hambre, el vestido con que se cubre,
el rifle que se esgrime para honrar a la patria, el hijo a quien se lega la honra de la
faena honesta, el ansia de la lucha por arrebatarle al campo sus entrañas y someter
la bestia.
Lo que hay que arreglar es el alma, causa eficiente de un cuerpo al que hay que
domeñar, quebrarle, obligarle, restarle sus mojigaterías, sus malacrianzas de
requerir derecho tras derecho. Lo que hay que exigir es que se empine y no se
doble, que conquiste y no llore como una mujerzuela prostituyendo su destino
eterno, rehuyendo la fragua donde redima, a fuerza de vergüenzas, lo único que
tiene: la sangre que le sacude el pecho. Por encima de todas las indigencias, está la
radical del alma. Dejemos de jugar a la pobreza de los dineros.
Jorge J. Arrastía.