IGLESIAS COPTAS DEL CAIRO
Padre Pedrojosé Ynaraja
Mi bachillerato, aquel de siete cursos, nos abría a cualquier carrera o conocimiento
que quisiéramos adquirir, eso es lo que nos decían y no seré yo quien lo contradiga.
Me ha interesado y gustado todo, pues, me he apasionado e ilusionado por
cualquier cosa que estuviera a mi alcance, he llegado hasta la frontera del bien y
del mal y, modestamente, confieso que no la he franqueado nunca.
Lo del principio fue verdad durante mucho tiempo, pero llegada y pasada la
madurez, he pretendido siempre limitar el crecimiento de mi acervo cultural en
aquellos campos que pertenecían más genuinamente a mi idiosincrasia. La
advertencia pretende explicar mis intereses, cuando fui no hace muchos años a El
Cairo y se comprenderá así las cosas que me limité a conocer y aquellas otras,
importantes sin duda, que no visité.
Lo primero que sorprende cuando uno se sumerge en el bullicio de esta capital, es
la apretada y abundante circulación de vehículos que ve uno por sus avenidas.
Autocares y limusinas, se mezclan con taxis y carros tirados por animales,
permitiendo por sus resquicios, que se muevan motos y bicicletas. Y crucen sin
inmutarse, ni perecer, los viandantes. Consulta uno por la noche las estadísticas y
resulta que pululan por El Cairo diariamente, más personas que las que pueblan
toda Australia. O que superan a los habitantes censados de media España.
En esta densa población de edificios de múltiples estilos y volúmenes, le cuesta a
uno mirar las orillas del Nilo e imaginar a la hija del Faraón pretendiendo bañarse
entre sus cañaverales. Es simple ejemplo de lo difícil que es evocar la Biblia a
veces, en los mismos lugares donde ocurrió un relato.
Mis intereses personales eran, y no lamento ahora que lo fueran, estos días de
lamentables noticias de asesinatos, ir a las iglesias coptas. Tenía ciertas nociones
de sus raíces teológicas, las conocía un poco, porque poseo unos cuantos bellos e
ingenuos iconos de esta Iglesia Oriental. No me enojaban sus predilecciones
estéticas y composiciones. Deseaba, pues, complementarlo con una breve
experiencia personal in situ.
La compañía de Fra Rafael Dorado, de Jerusalén, me facilitaba los movimientos.
Conocía la capital y sus conventos y la lengua árabe. Pese a que ya lo tenía muy
visto, a él y a quien nos acompañaba, no les costó llevarme. La primera sorpresa al
llegar, fue el cerco policial. Con precaución, comprobaron nuestra documentación
personal, que de inmediato nos permitió adentrarnos. La primera visita me
decepcionó, no era lo que yo esperaba. Supe enseguida que se trataba de un
recinto Ortodoxo y de aquí la estética del interior, más bizantina que otra cosa.
No sé cuantas visité. Me interesó evidentemente la que estaba llena de fieles que
celebraban su liturgia. Advierto que en ninguna iglesia se nos cobró entrada, pese
al interés turístico que pudieran tener. Aviso para la “navegación de cabotaje”,
gente de misa.
No supimos que solemnidad celebraban, lo que si observé fue que la mayoría de
asistentes era gente joven. Llevar entre manos una libreta y un bolígrafo, a nadie
se le impide, si se trata de una cámara fotográfica, ya es otra cosa. Uno está
acostumbrado a las correspondientes advertencias prohibitivas. En este caso fue
todo lo contrario. Se me abrió el paso entre la apretujada asistencia y, mediante
gestos expresivos y simpáticos, se me invitó a fotografiar lo que quisiera,
indicándome también donde se centraba la acción sagrada. Notaba uno que en sus
rostros reflejaban la satisfacción de vivir su Fe. Piensa uno en el dicho de la primera
de Pedro (3,15): dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre
dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza.
Era juventud alegre, que cantaba y comulgaba, que sabía estar en silencio o, como
en este caso, también ser acogedora. Y sin lucir uniformes de voluntariado.
Comento también un proceder que me sorprendió. Para la comunión con la
Eucaristía de vino, recibían un vasito de plástico, de vulgar plástico, bebían con
devoción y, vacio ya, lo depositaban en una gran bolsa, del mismo material. Ni me
atrevo a condenar, ni digo que me gustó la manera, nadie negará, el sentido
práctico e higiénico de este comportamiento.
Fuera de la iglesia, pero al lado, había un lugar de venta de objetos propios del
lugar. Se me atendió con amabilidad, se me proporcionó lo que adquirí, al mismo
precio que a cualquier otro de la comunidad que se acercase, es decir, barato. (un
poco más lejos, los mismos iconos, se le ofrecían al extranjero a precio de turista,
valga como ejemplo que pude constatar).
Los coptos son los genuinos habitantes del lugar, como los amerindios lo son de
América del Norte. En ambos casos, a los aborígenes se les margina.
Lamentablemente, estos días nos enteramos de que se les persigue y, en algunos
casos, asesina.
Como Iglesia, son no-calcedonianos (no exactamente ortodoxos, como muchas
veces se les llama). En otras épocas los hubiera calificado de cismáticos, ahora no.
El Papa Francisco, ignoro si es una intuición propia suya, decía hace pocos días, que
el martirio obra ecumenismo. Mueren latinos, también árabes cristianos o
maronitas etc., sin olvidar a los coptos a los que me estoy refiriendo, porque son
cristianos. Los fanáticos fundamentalistas no distinguen entre Iglesias y
Comunidades cristianas diferentes, a todos por igual persiguen.
Alguna comunidad copta aceptó totalmente la Fe romana, sin desdeñar su propia
liturgia. Otra curiosidad, que muchos ignoran, es que el patriarca copto de
Alejandría, que reside en El Cairo, recibe el título de Papa, como el obispo de Roma
o el de Antioquía. Ambos grupos coptos practican el simpático y atrevido gesto de
tatuarse una cruz cerca de la muñeca. Tuve ocasión, en una iglesia de la orden
franciscana, de poder fotografiar esta señal. El buen hombre, cuando se lo pedí,
accedió muy satisfecho, advirtiéndome que debía antes lavarse bien los brazos.
Volvió enseguida y le saqué las fotos que quise.
Esta Iglesia, en Jerusalén, comparte un espacio del mismo Santo Sepulcro. Se
encuentra uno allí a un viejo monje dispuesto a bendecir a quien se acerca y
enseñarle el lugar de piedra donde, según afirma él, reposó la cabeza del Señor
sepultado. A fuer de veraz, no puedo ocultar, que el último gesto es el de alargar la
mano, esperando una limosna.