Cuando la ira es buena
P. Adolfo Güémez, L.C.
El episodio evangélico del próximo domingo es, cuando menos, apantallador.
Ése Maestro bueno, el que nos ama siempre, el que perdona sin condición, el que es manso
y humilde de corazón, entra en el Templo de Jerusalén, hace un látigo, y echa fuera a todos
los comerciantes: «Quiten esto de aquí; no conviertan en un mercado la casa de mi Padre»,
les dice.
¡Qué fácil es tener la imagen de un Cristo de azúcar, bonachón, siempre sonriente y
amable!
Pero aquí el Evangelio nos muestra a un Jesús que se enoja, que exige, que actúa de manera
decidida. Un Cristo incluso agresivo.
Es un Mesías que actúa de acuerdo a la ira, con enojo. En ningún otro episodio lo
encontramos así. Sólo aquí. ¿Es que se equivocó? ¿No nos han dicho una y otra vez que el
que se enoja pierde? ¿Que si nos enfadamos tendremos dos trabajos: enojarnos y
contentarnos?
Pues depende... Como cualquier pasión, la ira, en sí, no es ni buena ni mala. En notros está
el poder de elegir en qué se convertirá. De hecho, sin ira nuestra vida no tendría el motor
para moverse en muchas de las ocasiones.
Y es que la ira es una pasión que nos impulsa a luchar cuando nos enfrentamos a males
difícilmente superables, o también nos impulsa a conquistar bienes que son difíciles de
alcanzar. Es, por tanto, fundamental para nuestra vida.
Por ello no podemos decir que siempre que alguien actúe iracundamente será digno de una
reprensión.
¿Qué condiciones podemos poner para juzgar si es bueno actuar con ira o no?
· Creo que lo primero de todo es que la persona que actúa de acuerdo a la ira debe dirigirse
a conquistar algo bueno o por el contrario, a evitar algo malo.
· Además, sus reacciones deben de ser proporcionales al hecho, no empleando medios
excesivos. Si para conquistar un ascenso en mi trabajo, por ejemplo, soy capaz de hacer que
despidan a otro, entonces seguramente no será bueno.
· Por último, la razón siempre ha de estar por encima de ésta y de cualquier otra pasión.
Siempre y en todo momento hemos de ser dueños de nosotros mismos.
Pero es verdad que a veces la ira se vuelve como un dique a punto de reventar y no
sabemos cómo controlarla. ¿Qué podemos hacer?
1. Date tiempo para actuar. Antes de hacer algo precipitadamente, piénsalo dos veces.
¡Cuenta hasta diez! Tal vez lo que te parecía una gran ofensa, con el tiempo pierde
su valor. Nada es peor que hacer las cosas sin pensar.
2. Reconoce también tu propia fragilidad, para poder ser comprensivo con la fragilidad
de los otros. Sólo el que se sabe débil, puede entender que otros también lo sean.
3. Contempla y busca imitar el ejemplo que nos da el mismo Cristo. En su
encarnación, en su vida oculta y pública, y por sobre todo en su Pasión y muerte,
nos da el más grande ejemplo de humildad, paciencia y mansedumbre.
4. Pídele a Dios en la oración la gracia de dominarte a ti mismo, por más difícil que
parezca.
5. Y si eres la causa de la ira de otra persona, busca reparar el perjuicio hecho.
Acércate con humildad, pide perdón, subsana el daño.
Cada uno de nosotros lleva un montón de pasiones en su corazón. ¡De ti depende que sean
un medio o un obstáculo para llegar al cielo!
www.padreadolfo.com