ALEJANDRíA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Cuando uno llega a cierta edad y por una parte tiene nociones del extenso saber
que se ha ido cultivando y su correspondiente progreso y por otra de las
limitaciones que comporta el pretender asimilar todo lo que le gustaría conservar
en su memoria, tiene el peligro de caer en justa depresión, sin que llegue a serlo
clínica.
Por una serie de fatales coincidencias, no pude visitar Constantinopla, tampoco
Antioquía. Lo lamento, pero he visitado en bus, con utilitario que yo mismo
conducía y a pie y de las tres diferentes formas en varias ocasiones, la eterna
Roma. Bastantes veces más Jerusalén y también de las tres maneras. Me faltaba
Alejandría, que nunca pensé podría visitar, pero que la retenían mis ensueños.
La teología primitiva se coció entre estas ciudades, a decir verdad, la Roma
pontificia pintó poco en la elaboración, o más bien definición, del dogma.
Cambio de tercio, para alejarme así de divagaciones impropias de un reportaje
Se encadenaron ciertos proyectos deseados, aquellos que entran en los cabales
deseos de todo amante de la Biblia. Los deseé e imaginé y se los comuniqué a Fra
Rafael Dorado, de la Custodia Franciscana. Mis deseos, la bondad de Dios y la
amabilidad del buen fraile, coincidieron. El resultado fue una estancia en Tierra
Santa de 29 días, cosa insólita, nunca imaginada, sin antecedentes, y que no creo
vuelva a repetirse.
Ni más ni menos se concretaban en Palestina e Israel, Jordania y el recorrido bíblico
de Éxodo, este último tramo, el único que me era totalmente desconocido, a partir
de dejar a la espalda los paisajes del Sinaí y dirigirnos hacia el oeste. El
impresionante Serval, los oasis, las fuentes de Masá y las tierras nilotas. Pero no
fueron estas una meta, sino el inicio de otro proyecto.
Ya conté la visita a las iglesias coptas en El Cairo, hoy me referiré a mi visita a
Alejandría. Era un sueño. Un sueño maravilloso, muy superior a la experiencia de
situarse en esta población. Si no hubiera sido por el enorme interés en ver lo que
no veía con los ojos del entendimiento, pero que podía contemplar escondido bajo
el paisaje, la visita la juzgaría decepcionante.
Uno ha leído tantas crónicas referentes a la famosa biblioteca, a sus contenidos y
destrucciones, que espera que algo de aquello se conserve. Pues no, y no le está
permitido lamentarlo.
Cambia uno de visor y dirige la vista y la cámara a lo que se le ofrece hoy, que no
es moco de pavo, dicho sea de paso. Debe uno acercarse a la enorme y singular
mole arquitectónica y admirarla, olvidando historias antiguas. El saber universal
está representado por la ornamentación exterior de los muros. Grafías de todos los
idiomas en relieve, muchas más de las que uno cree conocer son la decoración del
edificio. Hay que reconocerlo, con tan simple idea, se logra una belleza
arquitectónica a la que acompaña un expresivo lenguaje. Supongo que se quiso ser
fiel a la norma musulmana de no representar plásticamente seres vivientes.
Al aproximarse uno a los lugares de entrada, admirando la belleza de sus líneas, le
pasma mucho más el contenido humano que las rodea y pulula. En principio, uno
podía imaginar melenudos, barbudos y encapotados personajes, cargados de
legajos. Serios y cabizbajos sabios de manual, ausencia total femenina, que
necesariamente debía estar junto a los fogones cocinando, así hubiera sido en
anteriores, muy anteriores, siglos. Nada de eso se observa hoy. Discreto bullicio,
alegres semblantes, superior abundancia femenina. Eso es lo que le parece
contemplar.
Le está permitido al simple turista mirar y ver, aislado acústicamente y desde
discretos ángulos, el interior. Nadie le ha cobrado entrada, dicho sea de paso. Ve a
la juventud en silencio, entregada al estudio. Las fotografías que puedan
acompañar a este artículo necesariamente carecerán de nitidez, pero serán lo
suficientemente expresivas para captar el interés por el estudio, que refleja esta
juventud que ocupa las mesas de lectura.
Es preciso alejarse de la biblioteca, si uno quiere satisfacer otros intereses.
¿Dónde estaba el islote en el que se levantaba la enorme columna en cuya cúspide
ardía un fuego orientador para las naves que se desplazaban por el Mediterráneo?.
El islote que se llamaba faro y de aquí que los sucesivos y perfeccionados artilugios
que orientaban a los navegantes, hasta hace muy poco pertrechados de linternas
eléctricas, se les haya llamado faros. Por allá, por donde ahora ves la fortaleza,
estaba el que fue considerado una de las siete maravillas de la antigüedad, me
contesta Fra Rafael, mientras comemos pescados y mariscos. Me dice él que son
apetitosos, famosos y apreciados estos bichos marinos, mientras los saboreamos en
la terraza de un restaurante cercano al mar.
¿Qué queda de la antigua población, en la que una persona se dejó arrebatar por el
Espíritu divino y redactó el Libro de la sabiduría, en la que legendariamente
setenta varones en setenta días, tradujeron Biblia a la lengua griega, que era la
común y más extendida de aquel tiempo, la que por ello y sin que nadie se crea la
historieta se edita con el nombre de Septuaginta. ¿Qué se conserva de la
Alejandría de Filón y la de tantos padres de la Iglesia que vivieron, pensaron,
escribieron y todavía se nos ofrece hoy como rico contenido patrístico?
Nada, no queda nada, me dicen. No puede ser, contesto. Pues, vete tú mismo a ver
cuatro piedras que es lo único que podrás encontrar. No lo dudo y me voy. Quiero
respirar el aire que respiraron tantos sabios, el que respiró el hagiógrafo que dócil
al Espíritu, escribió el libro sapiencial que he mencionado. Confieso que después de
esta visita, saboreo con mayor deleite la lectura del Libro de la sabiduría, cuando
me lo encuentro en la Liturgia de las Horas.
Si el director incluye entre las ilustraciones de este artículo la de una enorme
columna, sepa el lector que se trata del pilar de Pompeyo, que pertenecía al
Serapeo, templo erigido al dios egipcio Serapis.
En las guías de Alejandría se pone una larga lista de museos, iglesias, sinagoga, etc
, que no pongo en duda, pero que no visité. Lo que me interesaba lo quería ver
incluido en el paisaje y es de lo que he hablado.
Deja uno la capital insatisfecho, contento también. La apreciada compañía que he
tenido, se suma a los valores positivos y al volver duermo feliz.