EL CONEJO DE PASCUA (EN TONO MENOR)
Padre Pedrojosé Ynaraja
Hace muchos años, durante una conversación banal con un médico, antes se decía
que de un médico o de un jesuita, uno podía escuchar novedades de cualquier
terreno, salió a relucir el tema de la Pascua y sus símbolos. Evidentemente
hablamos del huevo, conocido de ambos, pero él me mencionó también el conejo.
No quiso explicarme más cosas, como buen profesional compañero, me dijo:
entérate, búscalo y verás como que tengo razón. Esto último lo añadió,
seguramente, por la cara de desconfiado asombro que puse cuando mencionó este
animal, al que la Biblia le concede nula importancia y entre nosotros es ahora carne
barata de supermercado. La de los de híper, evidentemente.
No se puede ignorar que el origen de muchas de nuestras tradiciones está en el
mundo rural, agrícola o ganadero. Y advierto que me refiero a la cuenca
mediterránea. En tiempos antiguos, y no tan antiguos, y por estos lugares, las
gallinas ponían pocos huevos en invierno, pero, en llegando la primavera, hasta dos
al día ponían algunas. Lo digo por experiencia, que un cierto periodo tuvimos
gallinero familiar. Al labrador le sobraban huevos esta temporada, evidentemente,
y de aquí que fueran fácil objeto de regalo. Algo semejante ocurría con el conejo
salvaje y su hermana mayor y de aristocrática estirpe, la liebre. Las crías se
multiplicaban en esta época del año, para aprovecharse de la tierna hierba que
empezaba a brotar. Explique el origen legendario del huevo de Pascua, me enteré
después de la conversación con el médico, del conejo. Observo que, básicamente,
tiene dos variantes. Las dos, según creo, ancladas en tierras centroeuropeas.
Cuenta una, que una pobre mujer, que era pobre en dinero, pero espiritualmente
rica en amor, no podía ofrecer a sus hijos los apetecidos dulces regalo común de
Pascua. Se le ocurrió entonces esconder huevos en su huerto, pintados por ella
misma. Los niños vieron a un conejo de los que habitualmente diezmaban sus
hortalizas y, tratando de cogerlo, encontraron los huevos que, ingenua suposición,
creyeron los había puesto el conejo. Desde entonces, el día de Pascua, le
preparaban un nido al lepórido, para que depositara estos regalos en su vergel
familiar.
La segunda versión creo que está más extendida. Cuentan que cuando el cortejo
fúnebre que conducía el Cuerpo de Jesús, envuelto en el tejido adquirido por José
de Arimatea, un conejo que merodeaba por el lugar, asustado, se escondió en un
rincón de la misma tumba donde lo iban a sepultar. Observó a los personajes, vio el
Cuerpo y se quedó temeroso, encerrado en el recinto. Asombrado observó la
Resurrección del Señor y a los ángeles que corrían la piedra-puerta. Había sido
testimonio privilegiado y único y no podía quedárselo para sí. Honradamente
reconoció su incapacidad de hablar y decirles a los demás lo que había visto.
Decidió, pues, llevarles un huevo decorado, ellos así entenderían el mensaje de
vida y esperanza que portaba. Desde entonces, y nadie lo duda, el conejo sale a
repartir huevos a los niños, para que sepan que es Pascua.
Hay costumbres que nos llegan de fuera como consecuencia de manipulaciones
mercantiles y en provecho de multinacionales. Lo que nos aportan, refrescos,
disfraces o costosos perfumes, no están al alcance de todos. Conejitos los
encuentra uno a muy diversos precios. En mi caso, un niño repartió en la liturgia
Pascual unos pequeños conejitos de chocolate, cosa que me permitió añadir al
mensaje de serio contenido teológico de la homilía, una nota sencilla y cándida.
Supieron entonces muchos que esta jornada significa algo más que la posibilidad de
esquiar, viajar o satisfacerse con pantagruélicos banquetes.