Un Dios Amor
P. Adolfo Güémez, L.C.
Un Dios que es libertad y que da libertad a sus creaturas, era lógico que terminara muriendo
en una cruz. Porque todo comenzó mal… Con un hombre y una mujer... Todo para ellos,
salvo dos árboles –prueba innegable de ese don que llamamos libertad–, y no supieron
agradecerlo. Escogieron el mal, lo que no les iba a hacer felices. Rechazaron a su Creador.
Así que la cruz no le sorprende a Dios, no le espanta. La esperaba.
Pero –¡menos mal!–, Dios es amor, incluso antes que libertad. Y la consecuencia lógica de
un Dios que es amor es la Resurrección. Porque para el que ama, el mal jamás tendrá la
última palabra: el amor verdadero es eterno, no puede morir.
¡Y resucitó! No como cualquier otro, como Lázaro o como el hijo de la viuda de Naím.
Porque todos ellos volvieron a morir. Lo hizo para siempre.
Testigo de esto es la creación entera, con sus luces, su música, su alegría. Pero quienes
mejor debemos atestiguar la Resurrección somos los cristianos, que llevamos la presencia
viva del mismo Cristo en nuestro corazón.
Los bautizados debemos ser siempre la mejor prueba de que Cristo no está muerto. Es más,
llevados al extremo, nos convertimos en la única prueba fiable para el mundo de que Cristo
está vivo y nos ama.
Por ello la Pascua no es una fiesta más. Es un momento especial para comprometerse. Para
decirle a Dios que si Él resucitó, entonces mi vida no puede ser igual. Porque algo tiene que
cambiar, o mejor, ¡todo tiene que cambiar!
Porque Cristo lo mueve todo, Cristo lo cambia todo. Sólo Él es el Camino, la Verdad y la
Vida.
¿Estoy yo dispuesto a dejar que Cristo reacomode mi vida? ¿De verdad? ¿Lo que Él quiera,
cuando quiera, como quiera?
Y cuando decimos lo que sea, nos referimos a eso, ¡a lo que sea! Porque celebrar la
Resurrección es muy hermoso. Pero aplicarla a la vida como compromiso es otra cosa…
Como dice san Pablo, si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. Pero si lo hizo –y de
eso estamos seguros–, entonces mi amor no puede quedarse como está. Tiene que cambiar
para mejor.
Gente que ha aceptado este cambio, incluso hasta el mismo martirio, es mucha. Y no sólo
hace siglos. Sino estos mismos días.
Ahí tienen ustedes la desagradable noticia, que pasó desapercibida en muchos medios de
comunicación, del asesinato este Jueves Santo, de más de 140 universitarios cristianos. Fue
perpetrado por el grupo terrorista Al Shabab, en la Universidad de Garissa (Kenia).
Reunidos para una oración matutina, los extremistas los masacraron indiscriminadamente.
Durísimo incidente. Injustificable. Totalmente rechazado.
La historia de estos jóvenes se suma a la de ya millones de personas que desde hace 2000
años dan testimonio de la Resurrección del Señor, aunque ello signifique perder la vida
material. Porque han aprendido de Él, que no hay que temer a quien puede matar el cuerpo,
sino a todo aquello que puede hacer perder el alma (cf. Mt 10, 28).
«Mataron a mis amigos, pero sé que todos están en el paraíso porque murieron rezando a
Jesús», aseguró uno de los jóvenes sobrevivientes.
«Mis tres amigos se arrodillaron frente a los milicianos, rezándole a Jesús», recordó
Reuben.
El martirio es la prueba suprema de nuestra fe en la Resurrección. Lo más probable es que
ni a ti ni a mí nos toque hacerlo. Pero lo que sí está claro es que cada día, en cada hora y en
cada momento, debemos ser testigos de ese amor de Cristo que lo llevó a morir y vivir por
nosotros.
Ya no hacen falta cristianos tibios. El Señor está a la puerta y llama. Si alguno le abre,
entrará a comer con él.
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