DE DISCÍPULOS A TESTIGOS
Todo se fue dando muy lentamente.
Vivíamos encerrados por miedo.
Sabíamos que por ser seguidores de Jesús estábamos condenados a muerte.
La costumbre decía que los seguidores de un condenado a muerte en cruz estaban,
también ellos, condenados a igual suerte.
Se habían ensañado con Jesús y, por lo tanto, nuestra suerte estaba marcada.
Pasaban los días y nosotros, encerrados en una casa, nos codeábamos con el
miedo.
Si para algo era necesario salir lo hacíamos en la noche y escondiéndonos.
Algunos ya habían abandonado la causa que nos unía a Jesús.
El hecho de estar juntos compartiendo el estar ocultos había servido para unirnos
un algo más.
Nuestro único tema era el compartir lo que habíamos convivido con Jesús.
Había sido una experiencia que nos había marcado y era muy difícil olvidar.
Con el paso de los días fuimos sintiendo, desde nuestros recuerdos, a Jesús muy
vivo entre nosotros.
Podíamos sentir que su presencia era real junto a nosotros.
Sus palabras adquirían, entonces, una fuerza de presencia que nos colmaba de
regocijo.
Podíamos afirmar que estaba vivo y ello lo sentíamos todos.
Como que uno a uno fuimos convenciéndonos de que lo que sentíamos y
compartíamos no era otra cosa que una realidad que nos cambiaba la vida.
Fue allí que nos dimos cuenta, recién, con quién habíamos compartido.
Fue en ese tiempo que tomamos real dimensión de quien era Jesús.
El tiempo continuó pasando y nos fuimos dando cuenta que, aparentemente, no
corríamos peligro.
Sin Él no significábamos ningún peligro para las autoridades.
Lo vivido estaba adquiriendo una fuerza incontenible en nosotros.
Nos sentíamos privilegiados de haber podido compartir con Él y sentíamos crecer en
nosotros la necesidad de compartir nuestra dicha con todos.
No recuerdo quien lanzó la idea pero sé que todos estuvimos de acuerdo.
Ese día dejamos de ser discípulos para asumir el compromiso de ser testigos.
Alguien abrió la puerta que nos mantenía ocultos y salimos al encuentro de quien
quisiera escucharnos.
Cada uno, conforme lo que era, transmitía lo que había vivido.
Cada uno, según sus posibilidades, testimoniaba su experiencia de lo compartido
con Jesús.
Nos habíamos puesto de acuerdo en no ocultar que hablábamos del crucificado que
estaba vivo y así lo experimentábamos.
No teníamos grandes cualidades sino que todo lo nuestro se limitaba a transmitir
una experiencia que ardía en nuestro interior.
Ninguno de nosotros poseía grandes cualidades pero todos nos sentíamos
privilegiados con lo que habíamos podido vivir.
Las palabras y los hechos de Jesús estaban muy vivos en nuestro interior y era eso
lo que teníamos como gran riqueza para brindar.
Nuestros recuerdos alimentaban a otros recuerdos y lo de Jesús se volvió presencia
que se continuaba en los demás.
Ya no teníamos miedo de hablar de Él por más que algunos nos mirasen con
desconfianza.
Así fuimos descubriendo que poseíamos una muy buena noticia para brindar.
Lo que cada uno había experimentado era valioso para compartir.
Lo que cada uno había vivido era, en la medida que lo hacíamos testimonio, nuestra
forma de prolongar lo de Jesús.
Conducidos por el Espíritu ya no tuvimos más miedo y vivimos nuestro testimonio..
Padre Martín Ponce de León SDB