A MONSEÑOR ROMERO
Estas líneas las comencé allá sobre finales de febrero.
Intentaré concluirlas ahora pero…………
Verdaderamente me resulta muy difícil hacerlas.
Resulta que no puedo dejar de experimentar un algo de vergüenza al realizarlas.
No puedo dejar de reconocer toda su grandeza.
No puedo dejar de reconocer toda mi pequeñez.
Usted con todo su coraje.
Yo con todos mis temores.
¿Cómo hablarle?
¿Qué decirle?
Desde que he conocido su actividad han pasado muchos años.
Fue, primero, una noticia. Su muerte.
Fue, luego, alguna lectura sobre su actividad.
Fue, después, una película.
Es, ahora, todo lo que se dice y escribe desde su beatificación.
Siempre me ha impactado su proceso. (¿Su conversión?)
Un proceso que no debe de haber sido nada simple.
Un proceso que le llevaba a beber grandes sorbos de soledad.
Por más que siempre estaba acompañado de gente debe haber experimentado una
soledad muy grande. Esa soledad que duele.
Del gozo por su designación como arzobispo hasta el descubrirse “incomodando” a
algunos de sus hermanos obispos.
Del acompañamiento de quien lo designó (Pablo VI) hasta los cuestionamientos
posteriores del siguiente Papa.
Muchas de sus noches han de haber sido en vela.
Lo que la realidad le hacía ver, lo que la formalidad le decía y lo que su corazón de
pastor le pedía.
En medio de esas realidades tan encontradas usted y su necesidad de obrar
conforme la voluntad de Dios.
Sus primeras noches de cambio deben de haber sido muy duras de llevar.
Esos momentos donde uno repasa lo vivido y necesita tomar posturas no deben de
haber sido cómodas.
Pero no solamente vivió un gran cambio en su postura sino que fue coherente con
ella.
Sin duda que es un ser que despierta en mí una inmensa admiración.
Sé que ello no es suficiente.
En oportunidades me gustaría me ayudase a tener su coraje pero me cuesta
realizar tal cosa ya que ello implica una postura ante Dios y ante la vida.
Implica cambio y compromiso.
Implica coraje e involucrarse plenamente.
Tener su coraje es asumir la plenitud de las consecuencias de un estilo de vida.
Es poner a los demás en un primer lugar y, por ello, cambiar muchas de mis
actitudes.
Es, fundamentalmente, cambiar mi manera de vivir a Cristo.
Es cambiar mi compromiso para con los más pobres.
Es no aferrarme a posturas ya asumidas sino dejarme conducir por el Jesús de
nuestra historia.
Es aprender a mirar desde los ojos de los pobres que miran con sencillez y algunas
esperanzas.
Es prestar mi voz a esos que apenas hablan porque se han acostumbrado a no ser
escuchados.
Es asumir que los pobres, muchas veces, no son culpables sino víctimas y se debe
actuar en consecuencia.
Es tener en claro que cuando se comienza a transitar por ese camino ya no existe
vuelta atrás.
Por todo eso es que no sé cómo hablarle ni qué decirle.
Padre Martín Ponce de León SDB