Sufrir gratuitamente
P. Adolfo Güémez, L.C.
Todos sufrimos por algo. No hay corazón desocupado. Pero una cosa es sufrir, y otra sufrir
gratuitamente.
Porque el sufrimiento en sí mismo nunca será un bien. ¡Jamás! Si es valioso, es porque
tiene un sentido y una justificación.
Y sin embargo, a veces nos permitimos tantos sufrimientos gratuitos, que no sabemos
distinguirlos ya de los legítimos.
La primera forma y también la más común de sufrir gratuitamente es preocuparnos
innecesariamente por el futuro.
No estoy hablando de la previsión que todos debemos tener al cuidar de nuestra salud, los
recursos económicos, etc. Me refiero al terror que a veces nos invade frente a lo que nos
pudiera suceder.
La imaginación nos juega sucio, y nos hace proyectar escenarios tan improbables que lo
más seguro es que ni en Hollywood sucedan: enfermedades, tragedias familiares o
económicas, revoluciones sociales, caídas morales… En fin, el catálogo es inmenso.
Ante el futuro la mejor opción es la confianza en Dios. No como si la confianza en Él fuera
un seguro anti-tragedias, sino tener la certeza de que Él siempre va a estar a nuestro lado
para ayudarnos a superar cualquier cosa. Como enseña la Sagrada Escritura:
«Por tanto, no se preocupen por el día de mañana; porque el día de mañana se cuidará de sí
mismo. Bástenle a cada día sus propios problemas.» ( Mt 6, 34) El resto es paja que se lleva
el viento.
Sufrimos también gratuitamente cuando nos preocupamos en exceso por los demás.
La empatía es buena y necesaria. Pero hay dos extremos que hay que cuidar: cuando la
empatía supera la preocupación por uno mismo o cuando la persona empática está más
preocupada que la que tiene realmente el sufrimiento. En ambos casos se ha vuelto
enfermiza.
Cuando esto sucede, las más de las veces nos paralizamos, perdemos objetividad y somos
incapaces de dar un apoyo adecuado.
Cristo nos ha llamado a amar al prójimo, sí, pero no más que a ti mismo. ¡Tanto el prójimo
como tú deben estar en el mismo nivel!
Ayuda siempre a los demás, pero ayúdate también a ti mismo. Porque una persona que se
descuida, pronto terminará enferma y sin poder hacer nada por los otros.
Finalmente, sufrimos gratuitamente cuando no somos capaces de perdonar nuestros propios
errores. Entonces nos parecemos al niño que se arranca la costra cada vez que se le forma.
Y, ¡claro!, la herida jamás se cierra.
Todos cometemos errores. Unos tienen solución y otros no. Es de sabios aceptar esto.
Si cometes un error y éste tiene solución, ¡deja de lamentarte y pon manos a la obra! Haz
todo lo que puedas para resarcir el daño causado.
Pero si te equivocas y no hay manera de solucionarlo, déjalo en manos de Dios y pon todos
los medios posibles para evitar caer en la misma equivocación.
Ahora bien, tanto de un tipo de faltas como del otro, siempre podemos sacar lecciones. Que
tus equivocaciones, más que fuente de sufrimiento, sean germen de grandes enseñanzas.
Cuando Thomas Alva Edison inventó el foco, no le resultó a la primera. ¡Le costó más de
1000 “errores” lograrlo!
Un compañero le preguntó porque no se había desanimado ante tanto fracaso, Edison le
respondió: «¿Fracasos? ¡Para nada! En cada intento descubrí un motivo por el cual el foco
no funcionaba. Ahora sé mil maneras de no hacer un foco.»
Aprendamos a confiar en Dios, a apoyar y a dejarse apoyar por los demás, así como a
aceptar serenamente que jamás seremos perfectos.
www.padreadolfo.com