COTTOLENGO
Padre Pedrojosé Ynaraja
De dos cosas me siento orgulloso y nadie me lo recrimina. De mi peregrinar por
Tierra Santa, quinto evangelio, y de mi servicio a esta institución. En realidad, y
para precisarlo, debería decir Cottolengo del P. Alegre, que vacaciona en la masía
la Castanyera, en El Brull.
En la falda del Matagalls, junto a un camino que de joven recorrí muchas veces a
pie, está situada la finca heredada de un generoso matrimonio cristiano. Allí hay
una iglesia y, por gentileza de las monjas que me invitan, celebro misa
diariamente, de julio y agosto. Dentro del territorio está la ermita de “Maria
mitjancera”, de la cual soy capellán, cortesía también de la congregación.
Dada la peculiaridad del lugar, resulta útil como casa de colonias en verano. Acuden
enfermos de Barcelona, Valencia, Madrid, Compostela y de las Hurdes, repartidos
en tres turnos. Este año, los primeros veinte días varones adultos. La segunda
tanda mujeres adultas. Escribo recién llegado de celebrar la misa al grupo de lo que
llaman niños. Nunca he sabido que significa exactamente la palabra, ellas sí deben
saberlo.
Me separan de la casa 26km. Voy rezando el rosario y vuelvo dando gracias a Dios
y admirando la labor de los voluntarios que acuden, complementando la labor de
las monjas. Al principio lloraba de emoción, ahora no es que sea diferente la
realidad, pero el lector comprenderá que ya me he acostumbrado, y no me cae
ninguna lágrima.
La palabra Cottolengo se aplica a las fundaciones de San José Benito Cottolengo,
italiano que en Turín se le ocurrió el genial invento. Reciben también el mismo
nombre las de San Luis Orione, nacido en las mismas tierras y semejante tiempo.
La institución a la que yo pretendo servir, recibe el mismo nombre. El santo turinés
no registró el apelativo. Dicho todo lo cual, advierto que se designa de otra manera,
bastante más larga, que ahora omito. Esta buena gente, buenísima gente, se
refieren con frecuencia a la Divina Providencia, y no seré yo el que se lo recrimine,
pero a mí me gusta más hablar de la fabulosa Imaginación de Dios, y ellas
tampoco me lo condenan. Es la suprema verdad que inunda el paraje.
En el Cottolengo son recibidas aquellas personas cuya enfermedad es incurable,
que sean pobres y que por sus posibilidades económicas, no puedan ser atendidas
en otros centros. La institución no recibe, ni acepta, subvenciones, ni públicas ni
privadas.
Dos cosas maravillan al visitante, y evidentemente a mí también: la limpieza y la
alegría. Deseo y procuro que vengan a misa “gente de misa” y con dificultad lo
consigo. No quiero que sientan lástima de los enfermos, sino que admiren y
aprendan su devoción, piedad y alegría. Las celebraciones son incomparables. En
unos tiempos en que a las iglesias acude poca gente, en que cuando pides ayuda te
dicen que no tienen tiempo, la entrega total de los voluntarios, ellos y ellas, casi
siempre jóvenes, es admirable.
El Cottolengo es un canto a la vida humana, un testimonio de servicio y de
compromiso. No es de extrañar que una cultura entregada al consumo, de exigua e
insuficiente natalidad, que goza con valores intermedios, huya de estas visitas,
para tranquilizar su conciencia egoísta y comodona.