EL DERECHO A SER RESPETADO
Todos, de alguna manera, enarbolamos las banderas de los derechos humanos.
Pero, realmente, ¡qué difícil es ser coherente con tal cosa!
Sobradamente sabemos que no alcanza con una proclamación de tal cosa sino que,
necesario, se hace el vivir los mismos.
Los derechos humanos, en aquellos que hacen referencia a la convivencia
elemental, pasan por una base de respeto por el otro en la más plena dimensión de
lo que ello implica.
La teoría de los derechos humanos todos la tenemos, más o menos, asumida pero
ella no es suficiente. Necesaria es la práctica de los mismos.
¡Respetar al otro!
Es fácil hacerlo y sentirlo cuando el otro se mueve dentro de esos parámetros que,
para nosotros, pueden resultar normales.
Cuando el otro, por sus muy distintas razones, rompe o transgrede esos
parámetros, ya no nos es tan fácil de respetar.
Si la trasgresión es pequeña podemos aceptar la libertad de opción del otro pero
cuando la misma es una ruptura ya nos cuesta mucho más el aceptar tal libertad.
Parecería que, en muchísimas oportunidades, somos los dueños de lo que debe ser
la conducta humana y cualquier conducta que no responda a lo que nosotros
entendemos como correcto es un algo que está mal.
No solamente somos los dueños de la rectitud de la conducta sino que somos los
jueces de la conducta de los demás.
Sin duda que la realidad de los derechos humanos no pasa por ese tipo de
comportamiento.
Hay oportunidades en que la conducta del otro se nos torna desconcertante y es allí
donde deben aparecer, a pleno, esas banderas que decimos enarbolar.
Por más nefasta que nos pueda parecer una conducta ajena siempre debemos
tener, ante ella, una postura de respeto.
Aceptación y tolerancia son dos pilares fundamentales de ese respeto por la
conducta ajena.
Ni aceptación ni tolerancia quieren decir resignación.
Muchas veces esa resignación en la que solemos refugiarnos no es otra cosa que,
también, una falta de respeto hacia los derechos del otro.
El otro debe ser respetado en su decisión pero, también, necesita de poder contar
con todos los elementos posibles para que su decisión sea lo más culta posible.
Cuando hacemos uso de la palabra “culta” no hacemos referencia a conocimientos
sino a todo ese entorno de consecuencias que las acciones poseen.
Muchas veces ante la necesidad de una decisión no se llega a una acabada visión
de todas y cada una de las consecuencias puede llegar a tener. Nos quedamos en lo
que nos parece lo más, circunstancialmente, conveniente.
Se nos puede ayudar a poder ver la totalidad del contexto de nuestras decisiones
pero....... nadie puede decidir por nosotros y, lo que es más, a nadie debería
“incomodar” lo que asumimos como decisión.
Muchas veces, en ese afán de respetar al otro, nos privamos de esos aportes
necesarios para lo que puede resultar iluminativo.
En oportunidades en ese afán de ayudar nos entrometemos e invadimos lo que
hace a la privacidad de las decisiones libres de los demás.
Mantener ese justo lugar ayudar sin entrometernos es tremendamente difícil y, por
ello, con mucha facilidad no se cumple con el respeto a esos derechos humanos que
decimos respetar.
Respetar implica, muchísimas veces, sufrir muchísimo, porque es ver como alguien,
libremente, puede asumir posturas que pueden rechinar con aquello que
entendemos son valores inherentes a la persona.
Respetar es mantener una mano tendida por más que se desee alzar un puño
acusador o agitar un dedo acusador.
Respetar es conservar una mano extendida pese a que uno experimente que ese
gesto es, una vez más, dejado para otro momento.
Pero, también, esas banderas de los respetos humanos hacen referencia a otras
muchas realidades que hacen a nuestra vida cotidiana.
Alzar tales banderas no es solamente que sufrieron o sufren quienes son
violentados por razones políticas.
Alzar la bandera de los derechos humanos es, cotidianamente, alzar la bandera de
la humanidad fraternizada.
Padre Martín Ponce de León SDB