Cristo, principio y fin de todas las cosas
Proclamar la supremacía de Cristo sobre toda creatura, pregonar su
soberanía a los Pueblos y Naciones en tiempos de indolencia espiritual,
donde lo que impera es el indiferentismo, puede parecer paradójico, pero
no deja de ser cierto. Naturalmente estamos hablando de una potestad
sobrenatural conferida al Hijo de Dios que le convierte en soberano del
universo entero. Cristo es Rey, pero no como los reyes de la tierra, con
poder material sino espiritual, al igual que su revolución no fue política
sino moral y religiosa.
A estas alturas, nadie pone en duda la independencia del poder civil del
religioso, al que el mismo Cristo alude cuando dice “dad al Cesar lo que es
del Cesar y a Dios lo que es de Dios” ; pero sigue habiendo dudas sobre
cuales son los espacios de competencia que a uno y otro corresponde
cubrir. Continua habiendo confusionismo sobre qué bases deben
sustentarse las relaciones de cooperación entre Iglesia y Estado. Es de
lamentar la sequía de documentos postconciliares al respecto, sobre todo
teniendo en cuenta la ignorancia existente entre los católicos, que reclaman
orientaciones claras y precisas sobre algunas de estas cuestiones político-
religiosas, todavía por resolver o resueltas sólo a medias.
Es evidente que los tiempos idílicos de la Cristiandad, en que trono y altar
caminaban juntos, han pasado y de ello somos plenamente conscientes,
como también del contexto político-social generado después de la libertad
religiosa. Los creyentes nos hemos tenido que ir acostumbrando al estado
laico y estamos dando sobradas muestras de saber convivir con los que no
piensan como nosotros, respetándoles en todo, incluso tendiéndoles la
mano para poder construir juntos un mundo mejor y lo justo sería que los
demás hicieran lo mismo con nosotros y aprendieran a respetar, no digo ya
nuestros privilegios, que ni los queremos, ni los necesitamos, sino nuestros
legítimos derechos; pero desgraciadamente la realidad es que el escenario
político-social en el que los católicos tenemos que movernos viene
marcado por las restricciones de todo tipo y cada vez más. Se pretende
excluirnos en la participación de los asuntos públicos, que a todos
compete; se nos cuestiona el derecho de manifestación pública; se nos pide
que silenciemos a Dios. A lo más se nos concede un espacio interior, de
puertas adentro, como si nuestra religiosidad fuera una cuestión puramente
privada que hay que practicar a hurtadillas.
Si de lo que se trata es que el cristianismo vaya perdiendo presencia
social, si lo que se busca es que la religión vaya quedando sin peso
específico, entonces no tendremos más remedio que andar vigilantes y si
fuera necesario salir al paso para hacer de contrapeso a cualquier ideología
tendenciosa y totalitaria, que el poder civil trate de imponernos. En
cualquier caso los católicos hemos de sentirnos obligados a levantar nuestra
voz contra quienes quieren amordazarnos y gritar a los cuatro vientos que
sus ideologizados discursos, rebosantes de relativismo ético, no nos
satisfacen, porque estamos convencidos de que la vida pública enriquecida
con los valores cristianos resulta ser mucho más hermosa y fecunda. Éste
bien podría ser uno de los retos de la hora presente, que nos interpela a
todos los católicos
Hoy día lo que sucede en el interior de los templos tiene menos
repercusión que lo que sucede fuera de ellos, por eso la presencia del
reinado de Cristo en las almas, en el corazón de las familias, en el seno de
la sociedad, va a depender de lo que los cristianos de a pie seamos capaces
de hacer en la calle , en los centros de trabajo, en los medios de
comunicación, en las redes sociales, o en los parlamentos. Se nos pide
hablar con el ejemplo y poner en práctica la solidaridad con el hermano,
trabajar por la solución de los problemas más urgentes de nuestro tiempo e
instaurar aquí abajo un reinada de justicia de amor y de paz, que es el
compromiso que los cristianos tienen contraído con el mundo.
La festividad de Cristo Rey viene a recodarnos todo esto y también lo
difícil que resulta tratar de armonizar la ciudad celeste con la terrestre. Ya
sé que no se pude generalizar; pero los cristianos de la posmodernidad
estamos dando muestras de que todavía no hemos aprendido “a estar en el
mundo sin ser el mundo”. En realidad desde el exterior no se aprecian
grandes diferencias entre creyentes y los que no lo son. Es más, a juzgar
por las expresiones que se oyen por ahí, habría que pensar que muchos de
los nuestros lo que buscan es camuflar su condición de cristianos. De boca
de muchos de ellos se pueden escucharse frases como éstas: “A Dios hay
que llevarlo en el corazón sin que nadie lo note”… “ Una cosa es mi vida
pública y otra distinta es mi vida privada”… Pues bien, ni una ni otra me
parecen muy testimoniales que digamos. Por supuesto que a Dios hay que
llevarlo en el corazón; pero ¿cómo podremos hacer visible el Reino de
Cristo si comenzamos por ocultar a Dios?. “Todo nuestro ser , decía Carlos
de Foucauld, debe ser una predicación, un reflejo de Jesús, un perfume de
Jesús, que hace ver a Jesús , que brilla como la imagen de Jesús”. Y ¿qué
decir de los que recurren a la doble personalidad, una pública y otra
privada, encendiendo una vela a Dios y otra al diablo, según la ocasión?.
Está claro que ningún creyente puede disociar su vida en dos mitades,
porque Dios no se conforma con corazones partidos.
“¿Quién puede separar su fe de sus acciones o sus creencias de sus
trabajos? Se preguntaba Khalil Gibrán ¿Quién es capaz de desplegar sus
horas ante sí mismo, diciendo: esto para Dios y esto para mi.? El gran
riesgo que corremos los cristianos de la posmodernidad es convertirnos en
unos pusilánimes acomplejados, que por miedo “al que dirán” nos
pleguemos en todo a lo políticamente correcto y sintamos miedo de
proclamar públicamente. “Christus vincit, Christus regnat, Christus
imperat”
.