¿DANZA LITÚRGICA?
Por Pedrojosé Ynaraja
Permítaseme un paréntesis e incluir en él un comentario muy propio de estos días.
Para muchos, decir ballet, escribo al iniciarse 2016, significa la trasmisión del
concierto de Año Nuevo desde Viena, la más conocida y difundida, o la del Gran
Teatro de la Fenice, en Venecia. Música casi exclusivamente de la familia Strauss el
primero, de compositores italianos el segundo. Son conciertos sinfónicos, algunas
de cuyas piezas van acompañadas, para los que los contemplamos por TV, de ballet
clásico.
Al ballet directo creo que solo he asistido tres o cuatro veces, con la suerte de que
pude ver a Maurice Bejart y a Roland Petit, las “vacas sagradas” de las coreografías
actuales. Contemplar este espectáculo por TV es otra cosa. En mi caso, que me
considero fotógrafo y humanista, se trata de una visión muy superior, siempre, eso
sí, que se trate de transmisiones de calidad, en pantalla bastante grande. En la de
un PC, le parece a uno que está viendo a soldaditos de plomo. En la forma que me
refería antes, además de ver bien el conjunto, gratuitamente y acomodado en casa,
uno se asombra de los minuciosos detalles de cada ademán, de la equilibrada
iluminación y del acertado enfoque, del acierto de las tomas con magníficos
teleobjetivos, etc.
Ahora bien, lo he dicho en otras ocasiones, no se trata, en mi caso, de un deleite
puramente estético. Es una parábola de la resurrección. Me preocupa a mí, y creo
que a todo el mundo, la realidad personal de después de la muerte. Más que la del
espíritu/alma, de la que ni dudo, ni siquiera me interrogo, de la de la corporeidad.
Se deteriora el organismo, desaparecen las funciones… hasta la culminación de los
demás fenómenos destructivos biológicos. Creo en lo que dice S. Pablo en I Cor 15,
se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo
natural, hay también un cuerpo espiritual.
Sin saber cómo, asistiendo o visionando por TV, de inmediato, se me presentan
interiormente mis queridos seres ya fallecidos, esperando la resurrección. Cuando
habían compartido conmigo, no habían gozado de grandes dotes expresivos, lo
reconozco sinceramente, habían sufrido carencias e imposibilidades. En la otra
existencia, feliz creo, están gozando de todo lo que les faltó. Por eso ahora la
danza, la interpreto yo como una parábola. El ballet es dominio de sí mismo, de los
pies, las manos, la mirada feliz, el gesto de sorpresa. Movimiento en armonía, que
genera belleza en sí, objetivamente, y en mí, aparente espectador. Siempre me fijo
en la sonrisa de los rostros, en la exactitud de los movimientos, conforme el ritmo
musical dicta. A veces uno no sabe si la orquesta toca y el artista se mueve, o al
contrario, a la danza la embellece aquella melodía musical que está escuchando.
Aparentemente, no existe ni peso, ni rigidez, ni cansancio. Todo es triunfo. Como
en el Cielo.
La eternidad es belleza. Intuyo que los míos, todos aquellos a los que amé, gozan
de esta suerte, me los siento próximos y lloro de emoción. Es un anticipo del Cielo
lo que siento en mi interior. Cierro el paréntesis y me sitúo en el terreno que
expresa el título, sin olvidar el valor espiritual que para mí tiene, pero volviendo al
espacio litúrgico.
Indicaba el otro día que podría considerase que los seises de Sevilla, que se movían
ante la Custodia el día de Corpus, son el único vestigio de danza sagrada que
conserva la liturgia latina. Lo decía ya hace muchos años, sin apenas conocer en
qué consistía su actuación. Ahora, mediante visionado de varios YouTubes, sé un
poco mejor en qué consisten y, sinceramente, considero que este resto de es muy
pobre, estéticamente hablando, pero sí muy curioso.
Lo tenía muy metido en la cabeza y deseaba adentrarme en este campo
discretamente. Lo que contaré sucedió hace muchos años, tantos, que si alguien
me denunciase y lograse saber en qué día ocurrió, con seguridad el “delito” habría
prescrito. Vinieron a decirme que asistirían a misa un domingo un “esbart dansaire
infantil”. No he sabido traducir esta expresión, según parece, es muy propia de esta
tierra catalana el nombre. Dicho aproximadamente, se trata de una asociación que
enseña y practica bailes tradicionales, en este caso con chiquillos, en plan de
aficionados y con finalidades educativas. Pensé que había llegado la ocasión tantas
veces imaginada. Les propuse que acabada la liturgia de la Palabra, algunos niños
saliesen de sus lugares y se acercaran al altar danzando y llevando en sus manos,
cada uno, una rosa y que, en corta actuación, acabaran depositando en el altar,
cada uno, su flor. La coreografía y el ritmo fueron muy sencillos, elementales, si se
quiere. Los dirigía la música de un solo instrumento, todo muy discreto y bello.
En el recinto estaban solamente ellos y los miembros de la asociación. Invité, muy
discretamente, a dos monjas, anciana una, joven la otra, para que posteriormente
me diesen su opinión. A todos gustó, sin que supusiese un “numero” especial. Para
los niños no fue nada extraño, se trataba de lo que habitualmente hacían, que, en
esta ocasión, lo ofrecían no a un público asistente, sino a Dios. No he tenido
oportunidad de repetir una tal experiencia. Guardo por mi parte un muy buen
recuerdo.
Posteriormente, en la etapa de Juan-Pablo II, contemplamos por TV muchas
actuaciones de este tipo. Recuerdo en este momento una en especial, la de
maoríes, o maorís, en la basílica del Vaticano. La danza era de tal colorido, el
atuendo, o “desatuendo”, de tal vistosidad y los ademanes tan exóticos, que
admiraba uno aquella actuación, reconociendo al mismo tiempo, que había roto el
ritmo, la unción religiosa de la liturgia latina, romana y pontificia.
Saliéndome un poco del tema, quiero recordar otra experiencia más feliz. Algún
lector recordará que antiguamente, excepto en ciertas fiestas muy excepcionales,
no se permitía usar en la liturgia otro instrumento que no fuera el órgano. Y
también el armónium, un instrumento de viento con teclado, en apariencia similar
al órgano, pero sin tubos y de mucho menor tamaño y calidad. Lo advierto para los
que nunca los han visto.
Vino un día a casa un amigo, concertista y maestro de guitarra, preguntándome
porqué en la iglesia solo se podían tocar los dos instrumentos citados. Consciente
de sus propósitos, le dije que viniera el domingo con su guitarra. Les dije a los
asistentes que bien sabían ellos que cuando nos encontrábamos amigablemente
muchas veces, hablábamos, discutíamos y siempre acababa la improvisada reunión
con nuestro amigo, deleitándonos con alguna selecta melodía. Nada de guitarreo
sincopado y cutre. Aquel día, en nuestra reunión litúrgica cristiana, haríamos algo
semejante. Se proclamaría la Palabra, rezaríamos y sonaría suavemente una
música que el amigo consideraría apropiada para el momento. Les pedí que me
dieran su opinión al salir. A todos les pareció muy bien.
Durante el Canon, en aquellos tiempos siempre en latín, sonó una suave melodía
que se silenció cuando pronuncié las palabras históricas, las estrictamente
esenciales, las que llamamos de la Consagración, dándoles realce aquel sigilo.
Imagino que fue la primera vez que ocurrió. Me atrevo a afirmarlo porque fui
leyendo en la prensa, muy posteriormente, que en algún lugar sagrado, de tal o
cual país, había sonado la guitarra. Hoy es cosa muy frecuente y, por desgracia,
faltada de calidad y unción. Por mi parte siempre he cuidado que este instrumento,
como algunos otros, pudieran incorporarse como ayuda a la ambientación religioso-
popular o selecta, nunca degenerar a lo populachero, por mucho que pueda
satisfacer a ciertos asistentes.