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MISERICORDIA SIEMPRE Y PARA TODOS
Ángel Gutiérrez Sanz (Autor del libro “Citados para un encuentro”)
En este Año de la Misericordia es obligado tomar conciencia de que Dios es capaz
de perdonarlo todo a todos. Que esto sea así lo sabemos, pero no lo acabamos de
entender, porque en el fondo no nos fiamos de Él. Nuestra mente se rige por una
extraña ley psicológica de asociación de contrarios contrapuestos, de forma que
una palabra, una imagen o una idea, siempre van unidas a su opuesta; lo caliente
nos evoca a lo frío, lo blanco a lo negro, lo bueno a lo malo; esta forma de
proceder asociativa funciona también en el plano teológico, de modo que cuando
pensamos en la misericordia de Dios aparece de inmediato su justicia, con la que
inseparablemente va unida. Dios es misericordioso decimos y a continuación
añadimos: pero ¡ojo! también juez severísimo, con lo que el rostro amoroso del
Padre queda un tanto difuminado. El grave inconveniente que tenemos los
humanos es, que cuando tratamos de escudriñar los arcanos secretos divinos, nos
es imposible penetrar en su interior y tenemos que conformarnos con ambiguas
analogías.
En realidad, cuando decimos que Dios es justo y misericordioso ya estamos
haciendo un mal planteamiento de la cuestión, es sólo una forma humana de hablar
para entendernos y no la expresión de una verdad ontológica, ya que justicia y
misericordia en Dios son una misma cosa, tal como magistralmente lo dejara
expuesto Tomás de Aquino. A los cristianos nos ha costado mucho y no siempre lo
hemos logrado, yuxtaponer y armonizar el Dios de la inexorable justicia con el
Dios de la infinita misericordia, sin dejar claro que se trata de la misma realidad
indiferenciada, hasta el punto de poder decir que justa es su misericordia y
misericordiosa es su justicia. Ésta sería la clave para poder dar a nuestro
cristianismo la dimensión amablemente seductora que le corresponde y poder así
presentarlo al mundo como el anuncio de La Buena Nueva que siempre fue,
destinado a traer consuelo y esperanza a todos los hombres de buena voluntad.
Hemos sido educados en el seno de una cultura que se rige por la aplicación de la
estricta justicia pura y dura, ésa que nos obliga a actuar con rigor dando a cada cual
lo que se merece, estamos convencidos de que el inexorable principio de la
convivencia ha de estar sustentado sobre la base de que “quien la hace tiene que la
pagarla” y todo lo que no sea así es signo de debilidad. Pues bien, a pesar de todo
lo que se diga, las cosas puedan ser de otra manera aunque nos cueste trabajo
entenderlo. Afortunadamente esta justicia humana en nada se parece a la divina,
por suerte el proceder de los hombres es bien distinto del proceder de Dios; si así
no fuera estaríamos condenados irremisiblemente y nuestra causa estaría
definitivamente perdida para siempre; pero no, la vara de medir que Dios usa está
hecha de piadosa clemencia y nos trata no según nuestros merecimientos, sino
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conforme a su infinita bondad. Felizmente “la misericordia de Dios llena la tierra”
(Sal 33,7)
Si analizamos detenidamente la condición humana llegamos a la conclusión de
que uno de sus componentes esenciales es la menesterosidad. Los hombres en el
fondo somos seres débiles y necesitados, que no dependemos de nosotros mismos,
hasta las filosofías alejadas de las creencias religiosas, como el existencialismo
ateo, así lo reconocen. El terreno que pisan nuestros pies es movedizo e
inconsistente, todo puede cambiar en un instante, la incertidumbre del futuro nos
acompaña siempre y nuestros buenos propósitos diarios de ser mejores nunca
llegan a cumplirse del todo, es como si estuviéramos condenados a cargar con
nuestra imperfección de por vida. En este escenario en el que los humanos nos
movemos no hay mucho donde elegir y si Alguien por encima de nosotros, los
hombres, no nos echara una mano, nos veríamos abocados a perecer ahogados en
el mar de nuestra propia insatisfacción, o como dijera Sartre a consumirnos en el
fuego de una pasión inútil.
Todos andamos necesitamos de Dios, a todos nos hace falta su perdón , no una
vez, ni dos, sino setenta veces siete al día, necesitados estamos de esa su
misericordia que a todos se nos ofrece por igual, aunque ninguno la merezcamos.
No acabamos de entender que la misericordia que Dios nos está dispensando
continuamente a cada uno de nosotros es la misma que nosotros debiéramos tener
con los demás, de modo especial con los que más la necesitan, tanto en el orden
material como en el orden espiritual, pero sucede que en nuestra locura humana a
veces negamos a los demás lo que a nuestra propia persona se le concede de forma
abundante.
Tengo la esperanza de que este Año de la Misericordia pueda ser un tiempo de
gracia, en el que el Dios rico en clemencia ilumine a la Iglesia para que sepa dar
la respuesta acertada a tantos interrogantes que aún permanecen abiertos. Buenas
intenciones no faltan, pero han de ir acompañadas de compromisos para poder así
remediar a los más necesitados, porque con las buenas intenciones no se da de
comer al hambriento, ni se viste al desnudo. Se necesitan no sólo palabras sino
gestos, que traigan consuelo a muchas conciencias de católicos interiormente
atormentados, porque también ellos son hijos de Dios y destinatarios de su
misericordia, hermanos nuestros con legítimo derecho a que se les tenga en cuenta,
se les ayude y se les abra alguna puerta a la esperanza. “Donde está la Iglesia ,
dice Francisco, debe haber evidencia de la misericordia del Padre y donde hay
cristianos, cualquiera debería ser capaz de encontrar un oasis de misericordia”
Quiero seguir creyendo que éste puede ser un Año propicio para la renovación
cristiana. En mi parroquia de Madrid, a la que mi mujer y yo vamos con
frecuencia, en uno de sus frontales puede leerse esta frase “Tu misericordia todo lo
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hace nuevo”. Palabras que pueden ser interpretadas como una invitación a renovar
todo lo que se ha ido quedando viejo y ya no sirve. En esa Nueva Evangelización,
ya en marcha, tan necesaria para los nuevos tiempos, van a jugar un papel principal
el espíritu y los sentimientos misericordiosos, al menos eso es lo que parece dar a
entender el Papa al hablar “de la la necesidad urgente de anunciar y testimoniar la
misericordia en el mundo contemporáneo” o cuando dice que “la misericordia es
determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su mensaje”. En principio, no
deja de ser una buena noticia el hecho de que a raíz de la publicación de la bula
Misericordiae Vultus cuestiones como éstas estén suscitando tanto interés y se
afirme sin ambages que la misericordia divina es la síntesis de la fe cristiana. Se
presienten tiempos nuevos de renovación y cambios en clave de misericordia.
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