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Nos equivocamos
Ángel Gutiérrez Sanz
Existen unos condicionamientos previos para podernos curar de una
enfermedad: el primero es admitir que estamos enfermos, después acertar
con el diagnóstico y por último aplicar la terapia adecuada. Ninguno de
estos requisitos se dan en el caso de esta nuestra España que cada vez está
más malita. Desde hace algunos años nuestra Nación va perdiendo el
pulso, camina tambaleante y sin rumbo, esto es así aunque se intente por
todos los medios ocultarlo, para seguir vendiendo con el sello oficial, que
vivimos en el mejor de los mundos posible. El pensamiento, al servicio de
lo políticamente correcto, sigue empeñado en pintarlo todo de color de
rosa, si bien al trasluz podemos entrever una realidad que nos muestra su
rostro más severo. Si tuviéramos la valentía de admitir que algo no va bien
en nuestra sociedad al menos habría alguna posibilidad de enderezar la
situación; pero no, es tanta la obstinación que no toleramos que se diga que
algo se ha hecho mal y si algún osado hubiera que a ello se atreva, lo que
le espera es el ostracismo. No tenemos nada más que echar un vistazo a
los discurso de los responsables políticos, hablando en primera persona
para ver cómo lo bueno y lo correcto corresponde siempre a la época
presente, en tanto que lo malo es cosa del pasado.
En los años 70 nos encontramos con una sociedad española
fundamentalmente de clase media, integrada por familias trabajadoras, que
vivían honradamente de acuerdo con sus posibilidades y que si ganaban 30
se las ingeniaban para ahorrar 10; familias que podían vivir modestamente,
pero siempre previsoras para que nunca faltara en casa lo necesario. Con
esfuerzo y sacrificio fueron escalando peldaños mejorando su estatus y de
paso también el de toda la Nación, que fue avanzando progresivamente.
Se construyeron empresas como Renault o Seat, hospitales como La Paz,
universidades como la Complutense o la increíble Universidad Laboral de
Gijón etc. etc.
Los que hemos venido detrás bien podemos decir que nacimos con la mesa
puesta, pero lo malo fue que muy rápidamente nos acostumbramos al lujo y
se nos animó a vivir como los nuevos ricos, así hasta que se agotaron las
reservas, pero ya no era cuestión de dar marcha atrás, por lo que hubo que
sacar el dinero de debajo de las piedras; fueron los años de la especulación,
el oportunismo, la corrupción, los pelotazos y cuando no quedaba más
remedio recurrimos a los créditos para poder continuar viviendo a todo
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tren, muy por encima de nuestras posibilidades, así hasta que sobrevino la
crisis que nos despertó de nuestro placentero sueño y fue entonces cuando
nos dimos cuenta de que el dinero que los bancos nos prestaban había que
devolverlo y si no lo hacías te embargaban. Fuimos víctimas de un
encantamiento, al que siguió una gran desilusión; pero aún se seguía
cantando por el mundo “España es lo mejor”
No sólo derrochones, también hemos sido desagradecidos con nuestros
padres y abuelos, pues ellos fueron los responsables en gran medida de
nuestros años de bonanza ¿De la generación de los 80 quien hay que no
esté en deuda con ellos? Gracias a su trabajo y a su esfuerzo pudimos
cursar unos estudios y disfrutar de medios y de una situación privilegiada
que ellos no tuvieron. Nos dejaron en herencia lo mejor de sí mismos y
una Nación en auge con las Arcas del Estado saneadas y en los bancos
unos ahorritos, que entre todos hemos dilapidado alegremente; en cambio
lo que nosotros vamos a dejar en herencia a los que vienen detrás no es ya
una Nación, sino un País a la baja, enfrentados unos con otros, sumido en
una descomunal deuda pública y con unos graves problemas de difícil
solución.
Con eso del borrón y cuenta nueva, nos privamos de un capital humano
que nos hubiera venido muy bien a la hora de diseñar la España que
necesitábamos y por supuesto no fuimos nada justos tratando con
presuntuoso desdén nuestro pasado histórico, del que hemos renegado y al
que hemos ultrajado, falseando incluso la memoria de nuestros mejores
hombres y mujeres hasta el punto de avergonzarnos de ellos, por eso
nuestra culpabilidad es mayor; contentos, muy contentos, eso sí, de haber
cambiado esos tiempos de laboriosidad, honradez y esfuerzo por estos
otros de indolencia, donde tenemos al alcance de la mano una felicidad
canalla que todo lo vincula al disfrute del bienestar material y egoísta.
Puestos a hablar de equivocaciones cometidas en estos últimos años, no
podemos pasar por alto la más grave de todas, que fue confundir lo nuevo
con lo bueno identificando progreso con cambio, error éste que nos llevó a
meter la piqueta y comenzar a destruir nuestra antigua morada, sin ni
siquiera tener disponibles los planos para construir la nueva. Sucedió que
se puso en marcha una desleal revolución, cuando con toda seguridad
hubiera sido suficiente una razonable evolución, que permitiera rechazar lo
malo para quedarnos con lo mejor, sin necesidad de tener que correr el
riesgo de que nuestra Patria perdiera su identidad, dejando de ser la que
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siempre había sido y lo que se esperaba de ella. Honradamente creo que los
cambios pudieron hacerse de otro modo.
Entre los escombros de la España centenaria, fueron quedando enterrados,
tal vez para siempre, joyas y mobiliario espirituales de incalculable valor,
tesoros que nos definían como pueblo y que nosotros hemos despreciado
como si se tratara de antigualla que para nada servían. Al grito de “a
nuevos tiempos nuevos valores” hemos ido cambiándolo todo sin
discernimiento alguno; pero entre las cosas que enterramos había algunas
que no eran tan malas como quieren hacernos ver. Alguna razón había, sin
duda, para sentirnos orgullosos de una España tradicionalmente católica,
alentada por inquietudes espirituales, en donde valores universales e
intemporales como la Verdad y el Bien eran exaltados como merecen y que
ahora vemos reducidos a irrealidades indefinibles e indefendibles por no
ajustarse a las exigencias de una sociedad pluralista, profundamente
marcada por los individualismos egoístas. Los polos de referencia por los
que hoy nos regimos son supuestamente más funcionales y naturalmente
más manipulables. Ya no nos vale lo de verdadero y falso, lo de bueno y
malo, lo que cuenta es saber si estás en la lista de los progresistas o los
reaccionarios, con todo lo que ello implica.
Si eres librepensador, aconfesional, materialista e inmanentista, serás
tenido por progresista, en cambio si concedes un espacio a lo espiritual,
admites la trascendencia, crees en Dios, defiendes sus derechos y te
entregas a las prácticas religiosas eres un reaccionario.
Si te crees por encima del bien y del mal, no aceptas otras normas y
principios de moralidad que no sean las emanadas de la conciencia
personal o social y te arrogas la potestad de poder decidir sobre la vida de
seres indefensos en el seno materno, eres progresista; pero si defiendes la
ley natural, te sometes a ella y estás convencido de que el hombre no es el
creador de los valores y las normas morales sino un descubridor de las
mismas, entonces te conviertes en un retrogrado.
Si entiendes la libertad como un atributo humano, sin compromisos de
ninguna clase que te permite hacer lo que te viene en gana , incluso arruinar
tu propia vida, habrás hecho méritos para estar en la lista de los
progresistas; ahora bien si entiendes la libertad como una capacidad que te
permite hacer lo que debes, ejercitándola de forma responsable para ir
madurando hasta alcanzar la plenitud humana, entonces te corresponde
estar en la lista de los retrógrados y así podíamos continuar
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indefinidamente, porque la perversión del lenguaje no tiene límites. La
pregunta es ¿No estaremos caminando en dirección contraria?