De iras y de misericordias
(Del inexistente nuevo infeliz)
“Porque vendrá tiempo en el que los hombres no podrán sufrir la sana
doctrina,
sino que, teniendo una comezón extremada de oír doctrinas acomodadas
a sus pasiones,
recurrirán a una caterva de doctores propios, para satisfacer sus deseos,
y cerrarán los oídos a la verdad y los aplicarán a las
fábulas”.
(2 Tim IV, 14)
No hay misericordia sin justicia, ni justicia sin misericordia. Es perentorio
templar la justicia con la misericordia, y afinar la misericordia con justicia.
Muerte, Juicio, Infierno y Gloria, cuatro sustantivos que han sido
arrancados de los púlpitos. No son los únicos: confesión y conversión han
desaparecido, sepultados en sobrecitos enormemente relevantes. A Dios
se le ha esculpido, a martillazos, en misericordia, en sólo misericordia, y
en nada más que en ella.
Misericordia y tolerancia. Un Dios tronchado, un Dios verdad a medias,
tan verdad a medias como aquella frase del Cristo a la que se le ha
despojado la mitad: “No he venido Yo a llamar a los justos, sino a los
pecadores…” Y queda mutilado el clamor que recalca Lucas “…a
penitencia”. Muchos parece que se van, como Judas en la última cena,
antes de que el Cristo haya concluido, y les quedan las frases a medias, a
muy medidas medias... Se sepulta, aun vivo, lo que no se quiere
recordar.
¿Que es penitencia? ¿Quién justo? Penitencia es complacencia al vulgo;
un algo que tiene que hacer la Iglesia por sus dos mil años de maltratos
al sodomita, al otro que rechaza al Cristo, a quien decida apartarse y
establecer sus propias reglas. La Iglesia, arrodillada, gime. La Iglesia,
arrodillada, implora. La Iglesia y nadie más. La Iglesia que no aceptó lo
que entonces no era posible aceptar y ahora sí se le exige aceptar.
Aquella Iglesia que torturó inmisericordemente al infeliz con horríficos
vocablos, como arma de suplicio: ¡muerte!, ¡infierno!, ¡juicio! Todo ello
pamplinas. Aceptamos, si, lo del morirnos; pero sin preocuparnos porque
falta mucho, y cuando venga se nos envolverá en ropajes de misericordia:
¿no es, ella, para eso? Tontos héroes y santos que se toman la vida en
serio, y se alza el uno ante lo injusto, y se flagela el otro necia
e inmisericordemente .
Tu Dios y mi Dios. Tu Dios es Dios sin rabias. “Raza de víboras, ¿quién os
ha enseñado a huir de la ira que llega? Haced, pues, dignos frutos de
penitencia y no andéis diciéndoos: Tenemos por padre a Abraham. Porque
yo os digo que puede Dios sacar de estas piedras hijos de Abraham.” Y
ahora es Mateo: “C omenzó Jesús a predicar y a decir: Convertíos, porque
se acerca el reino de Dios .” El Cristo que tras destrozarse sus sandalias
por los senderos de las tierras aquellas, concluiría: “ Jerusalén, Jerusalén,
que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados, cuántas
veces quise reunir a tus hijos, a la manera que la gallina reúne a sus
pollos bajo las alas, y no quisiste!” Después, y hasta ahora, quizá
rabiosamente ahora, parece que más nadie quiso.
Recuerdo, amigo mío, aquel discurso tuyo: “ Yo no sabría decir cuántas
veces se han cumplido estas palabras. Pero sólo un ciego dejaría de ver
cómo actualmente se están verificando casi a la letra. Se rechaza la
doctrina de los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, se
tergiversa el contenido de las bienaventuranzas poniéndolo en clave
político-social: y el que se esfuerza por ser humilde, manso, limpio de
corazón, es tratado como un ignorante o un atávico sostenedor de cosas
pasadas. No se soporta el yugo de la castidad, y se inventan mil maneras
de burlar los preceptos divinos de Cristo. Hay un síntoma que los engloba
a todos: el intento de cambiar los fines sobrenaturales de la Iglesia. Por
justicia algunos no entienden ya la vida de santidad, sino una lucha
política determinada, más o menos teñida de marxismo, que es
inconciliable con la fe cristiana. Por liberación no admiten la batalla
personal por huir del pecado, sino una tarea humana, que puede ser
noble y justa en sí misma, pero que carece de sentido para el cristiano, si
implica una desvirtuación de lo único necesario: la salvación eterna de las
almas, una a una.” Te lo admito, puede que algún desorientado, torpe
dignatario, busque hacer el bien... “Pero no se compensa, con este bien,
el mal enorme y efectivo que producen matando almas de caudillos, de
apóstoles…”
¿Era engorroso el proceso de nulidad de un matrimonio? ¡Tenía y debe ser
engorroso!, largo, duro. Fácil, amplia, la vía al matrimonio. Hagamos aún
más fácil la salida. Hay un infeliz nuevo que hemos descubierto, que sufre
mucho acá abajo por la incomprensión de una Iglesia despiadada, que no
comprende, que no quiere comprender: ellos se casaron muy jóvenes… La
vida matrimonial les resultó insoportable, cada prueba más agónica que la
anterior… ¿Más joven que María, ella? ¿Más dura que a José la vida? Hay
un nuevo infeliz, que pasó de sodomita según la teología de Pablo, a ser
un atormentado homosexual, gay desde hace unos pocos días. Pablo,
terrible, le apostrofaba su inicua sodomía: ¡No os engañéis! Ni los
impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los
sodomitas,
ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los
rapaces heredarán el Reino de Dios. ¿O Pablo ya no es Pablo? ¿Quién era
Pablo para juzgar? ¿Tendré de veras que explicártelo, a ti, que ahora te
dices ser “alegre? ¿Sufre, o es alegre? ¿Es un pobre infeliz, atropellado,
insultado, discriminado; o un orgulloso nuevo espécimen? ¿Despiadado el
Dios que deshizo en cenizas a Sodoma? ¿O acaso fue entonces grandiosa
su misericordia; su amor que cuidó del foco aquél que se hubiera
extendido, como hoy, por los confines de la tierra?
Su sufrimiento ¿es nuevo? “En lo más profundo de su conciencia el
hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe
obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su
corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal...
El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón... La conciencia es
el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con
Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16). Es su
sufrimiento el de todo hombre que se crea su cruz, nueva y vieja, la echa
sobre sus hombros; y si su conciencia le retuerce la existencia, ahí está,
al alcance de la mano, la sociedad para verterle culpas: culpable es la
conciencia, la Iglesia, la moral; él tiene derecho a ser feliz a como toque,
a cómo le dé la gana, a su manera. Cambia el bien sobrenatural por el
bienestar de su indecencia, aquí, en la tierra. Y se le acepta. Y se tolera.
Menos mal, diría mi amigo, que después de 33 años de Cristo en la tierra,
de dos mil años de su Iglesia, se ha descubierto cómo hacer feliz al infeliz
inexistente.
A una nueva Iglesia, Lutero hubiera vuelto. “Si una persona hace suya la
idea del carácter homogéneo de las épocas históricas, se verá cogido por
la noción ilusoria de que sólo podemos ayudar al hombre de nuestra
propia época presentando el mensaje de Cristo de una manera
completamente nueva. La diletante interpretación del kairós que hacen
esta clase de personas, su preocupación por llegar hasta el “hombre del
hombre de nuestra época”, las apartará de llegar al hombre de todas las
épocas.” Remataría Hildebrand.
Jorge J Arrastia