N OCHE DE G ETSEMANÍ
Esta noche, Señor, me asalta toda la vergüenza al contemplarme en tus discípulos,
pues no creo ser mejor que aquellos a los que Tú tuviste por amigos y reaccionaron de
forma tan torpe.
La traición de Judas, el sueño de tus íntimos, la negación de Pedro, el abandono
de todos reflejan tantas de mis torpezas. Pero no quiero añadirte más sufrimiento por
creer que no tengo derecho a tu mirada ni a tu misericordia. Sé que lo que más te ofende
es la desconfianza, y lo que más te hiere es la falta de humildad. Quizá aquí se podría
traer a la memoria tu queja: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces,
Felipe?” (Jn 14, 9).
Sé que te duele que dé cabida a la duda sobre tu perdón y que llevemos cuentas
del mal, y sobre todo que pensemos que no tenemos remedio. Cuando Pedro te dijo que
ya era mucho perdonar siete veces a otro, Tú superaste todo cálculo, y nos dejaste la
sentencia más generosa: “No te digo siete, sino setenta veces siete”.
Esta noche comprendo una diferencia esencial en el comportamiento de los tuyos.
Si tengo ante mí al traidor y a quien porfió en que no te conocía, también en ellos me
enseñas la única salida posible, cruzarme con tu mirada. Si has reiterado tu acogida y
misericordia para con todos los pecadores, ¡cómo no vas a tener compasión de quienes
has llamado a ser discípulos tuyos!
Tú fuiste extremadamente compasivo con el hijo menor, que desperdició la
herencia, y arriesgaste tu vida por devolvérsela a tu amigo Lázaro. Tú te hospedaste en
casa de Zaqueo, del publicano, y de Leví. ¡Cómo no te vas a compadecer de quienes
deseas que seamos tus amigos!
Si ante la conciencia de pecado cabe la huida, la desesperanza, la resignación, el
intento justificativo, la evasión, el remordimiento depresivo, el resentimiento orgulloso
y un tanto narcisista, también cabe la humildad, hasta aceptar la humillación, y acoger
tu ofrecimiento de misericordia, encontrarse contigo, abrirse a la gracia, escuchar tu
palabra y dejarse mirar por ti.
Esta noche, parece lógico un criterio moralista que desprecie la infidelidad de tus
amigos y juzgue como depravados a quienes, habiendo recibido tanto, en la hora
suprema de tu angustia sean inconscientes, y te dejen solo.
Mi sensibilidad emocional querría confesar mi pertenencia más fiel a tu persona, y
profesar con los labios y el corazón los votos más sinceros de querer ser de los tuyos.
Pero creo que, conociendo mi debilidad, lo que esperas de mí, sobre todo, es que
siempre vuelva, que siempre me deje perdonar, que siempre acoja tu mirada
misericordiosa.
Sé que te duele más mi orgullo clandestino cuando me creo sin remedio, que el
hecho de tropezar una vez más en la misma piedra. Señor, para no quedar después en
evidencia por mis torpezas, en voz baja te digo, con la sinceridad de la que soy capaz:
“Perdona mis negaciones, mis distracciones, mi falta de vigilancia, mi violencia…”