¡Viva el sexo!
P. Adolfo Güémez, L.C.
Dios nos ha regalado la sexualidad para nuestro bien, para nuestra plenitud.
Lamentablemente vivimos en una sociedad hipererotizada, donde más que exaltar el valor
del sexo, se le ha degradado a un objeto más de consumo.
Al sexo, más que liberarlo, lo hemos encadenado. Le colgamos la etiqueta del “úsese y
tírese”. Con esto, la lujuria se ha extendido como una plaga, llevando a muchas personas al
uso puramente pasional (que no es lo mismo que apasionado) de la sexualidad.
El problema fundamental de la lujuria consiste en poner los placeres venéreos como una
prioridad, dejando de lado lo más importante: el amor a Dios sobre todas las cosas y al otro
como a uno mismo.
Esta pasión tiene una fuerza muy especial, que los medios de comunicación han sabido
usufructuar bien. Ese poder coloca a los individuos en una situación de vulnerabilidad y
manipulación muy riesgosa. Por eso, al lujurioso es facilísimo hacerlo hacer lo que uno
quiere, aún en contra de sus propios valores. Porque se deja llevar fácilmente por los
estímulos, cuya fuerza se ha convertido en prácticamente la única norma de su obrar.
La persona lujuriosa no es la que tiene mucho o poco sexo, sino la que ha cambiado la
finalidad de la sexualidad. La ha reducido al solo placer, quitándole su verdadero valor: un
acto de entrega en el amor, para engendrar amor.
El gran daño que hace la lujuria es reducir el amor a un mero instinto, quedándose apenas
en su aspecto material. Es por eso que se confunde tan fácilmente el verdadero amor, con el
placer que el sexo ofrece.
De ahí nacen tantos matrimonios insatisfechos el uno del otro, y, probablemente, también
rotos.
La superación de la lujuria viene por la vivencia de la virtud de la castidad. Castidad no
significa despreciar la sexualidad, ni –en el caso de los matrimonios– abstenerse de
relaciones sexuales.
Esta virtud, en cambio, es la apertura sincera al otro, entregándose a él sin límites, de
acuerdo al compromiso y la vocación que se tenga, y buscando convertirse en un don
sincero de sí mismo por encima del placer que el otro pueda dar.
Esto no es fácil, pues el instinto sexual puede parecer muchas veces avasallador, dado que
está inscrito en una de las zonas más profundas de nuestra alma. Pero, por el mismo
motivo, si lo logramos encausar, se convertirá en fuente de una paz muy profunda.
La castidad no se reduce sólo al ámbito corporal, sino que abarca todo nuestro ser. Por eso
me parece tan trascendente la frase de que quien toca un cuerpo toca un alma.
Quien quiera que viva la castidad tiene asegurada la entrega en cuerpo y alma a la persona
amada, mucho más allá de lo que sienta. ¡Qué horizonte tan profundamente pacífico nos
promete!
«Por encima de todo, vigila tu corazón, pues de allí mana la vida.» Prov 4, 23
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