Flores
Padre Pedrojosé Ynaraja
La belleza salvará al mundo, escribió Fiódor Dostoievski, en “El idiota” y,
evidentemente, no es que crea yo que el autor goce de infalibilidad, pero
considero válido el contenido de la frase. Joseph Ratzinger, tampoco infalible,
pero sí fiable, cuando sólo era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, afirmó: Los hombres y mujeres de hoy creerán si redescubren la auténtica
belleza…Para que hoy la fe pueda crecer tenemos que llevar nosotros mismos a
los hombres y mujeres con que nos cruzamos a entrar en contacto con la
belleza… hoy día el mensaje de la belleza es puesto en duda por el poder de la
mentira, que se sirve de varios estratagemas forma parte de una misiva enviada
y leída en el “Meeting por la Amistad entre los Pueblos”, en la que también
añade que uno de estos es el de promover una belleza que no despierta la
nostalgia de lo inefable, sino que más bien promueve la voluntad de posesión.
Sirva la parrafada para justificar el reportaje de hoy, que dedicaré a tres flores
míticas para mí, por razones personales. Vivo en Europa, más concretamente
próximo e influido por la cultura mediterránea, es uno de los motivos de mi
elección. De las tres, seguramente sólo una pudo ser conocida por el Jesús
histórico
Edelweiss (Leontopodium alpinum)
Tendría yo quince años cuando me llegaron las primeras noticias sobre esta flor
de las nieves, que es, probablemente, la única de esta particularidad. Quien nos
hablaba, y lo que por entonces leí, no pretendía dar una lección de botánica,
como yo tampoco hoy. Consultada la correspondiente enciclopedia, que la planta
vivía por encima de los tres mil metros y que florecía por entre las rocas, al
deshelar la nieve. (He comprobado, como contaré más tarde, que estas
precisiones no son exactas y añado que nunca he subido a estas alturas, mi
cuota de caminante nunca ha superado los 2909m del Puigmal).
Lo fascinante, y saco de mi memoria aquellos “círculos de estudio” de A.C y de
unos libros que conservo con fervor nostálgico, es que era símbolo de la pureza,
esa virtud que los predicadores nos inculcaban como si fuera la suprema y
exclusiva virtud, no desdeñable, sigo pensando. Explicaban que cuando un joven
del Tirol quería declararse a una chica, subía a cimas altas de los Alpes para
escoger un edelweiss. Cuanto más alto trepaba más grande sería la flor que
encontraría y mayor el amor que podría ofrecer a su amada, para conseguir su
aceptación. Hoy suena a repipi la historia, no lo dudo. Pero ha quedado colgada
con una chincheta espiritual en mi memoria, que aprecio y no arrancaré.
Para mí esta flor mítica ha sido símbolo de lo que manifestó San Francisco de
Sales cuando fue nombrado obispo de Ginebra, la gran ciudad de la Reforma.
Decía él: donde Dios nos plantó es preciso saber florecer. (En francés, su
lengua, "Il faut savoir fleurir où Dieu nous a plantés"). Esta sentencia presidió mi
vida espiritual, cuando a los 26 años fui enviado a La Llobeta, un rincón donde
sólo habitaban seis o siete monjas ancianas. ¡Y vaya si el Señor me dio ocasión
de florecer!
Cuando después me he encontrado con compañeros o amigos en situación de
depresión espiritual --(no clínica, que conste) – les he regalado, para que les
sirviera de estímulo y consuelo, una maderita con la susodicha frase grabada,
una cruz y un edelweiss. Advierto que eran tiempos en los que arrancar esta flor
de su hábitat no era delito, que conste. He de reconocer que lo de los 3000m y
las nieves perpetuas, no es verdad. Casi cada año me doy el gusto de acercarme
con mi utilitario a un lugar que goza de un peculiar microclima, sin gran altura,
ni nieve, que permite vivan muchas de estas florecillas y yo goce
contemplándolas, a pocos metros de donde aparco. Poseen delicadeza e
ingenuidad supremas. No tienen ni troncos duros, ni espinas.
Genciana (gentiana verna)
Descubro ahora con sorpresa que la llaman, y no dudo del acierto, la gitanilla
menuda. Tiene gracia el nombre y tiene mucha más gracia la flor. No sé de
donde ni cuando me viene el atractivo que por ellas siento. Tal vez sea la
vivacidad de su color, tal vez porque un imperdible de plata que regalaron a una
querida hermana mía, ya fallecida, fuera una tal florecilla. Seguramente porque
solo la encuentro en las montañas o en los prados de cierta altura, nunca en las
horribles plazas de cemento que pueblan las modernas urbes. No ignoro que su
intenso azul me recuerda las vidrieras de la tan admirada catedral de Chartrés.
Tampoco tiene tronco, ni espinas. Es pura belleza la que me ofrece el suelo, la
madre tierra.
(A la familia a de las gentianáceas pertenecen otras plantas a las que no he
referido. No olvido la Gentiana lutea, que crece más de un metro, de cuya raíz,
la substancia vegetal más amarga, se extraen jugos con los que se elaboran
gustosos aperitivos que no nombraré. Sus flores no tienen especial atractivo)
Iniciaba hace pocos días una excursión con un grupo de sacerdotes, con los que
salgo periódicamente, cargado de pereza por la subida, esperanzado de que el
ejercicio y el paisaje elevaran mi ánimo. A poco de caminar encontré solitaria,
ingenua y presumida, una genciana. Fue una sorpresa y una gracia, la fotografié
y continué a partir del encuentro, ya ilusionado. Al volver vi muchas más. Me
traje algunas en un puñado de la misma tierra donde habían germinado.
Estuvieron dos días a la vera del Sagrario. Después se las llevé a una amiga que
recientemente ha enviudado, que no necesita ni casa, ni comida, pero sí amor.
Mi amistad y las recomendaciones apostólicas me lo indicaban (I Tm 5,3)
Orquídea (orchidacea)
La familia a la que pertenecen las flores de las que hablaré, dice que las
componen más de 30 000 especies. Como antes, advierto que no pretendo dar
ninguna enseñanza de botánica, pero no quiero olvidar que su multiplicación es
un prodigio. “Los cielos cuentan la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia
el firmamento; dice el salmo 19,2, para mí una de estas encantadoras florecillas
a las que aludiré brevemente, lo proclaman todavía más, sin desdeñar la
Escritura.
Recuerdo que la primera orquídea que vi fue en el escaparate de una floristería.
Se celebraba en la ciudad un congreso internacional y quiso la tal tienda atraer
la mirada de los transeúntes. Encargó a Brasil un ejemplar que le costó una
fortuna, pero llamó la atención de mucha gente.
Supe más tarde que por estas tierras donde habito crecían orquídeas propias del
país, sin gran tamaño, sin atractivo comercial, que es lo que más valora el
vulgo. De estos diminutos prodigios de la naturaleza he visto muchos. El año
pasado apareció una plantita cerca de mi casa. Desapareció al poco,
seguramente se la comió algún caracol. Esperaba la llegada de la primavera para
ver si echaba flor, se ha adelantado con creces. La he mirado y remirado. Por
supuesto, también fotografiado. La llamo la “orquídea del buen Dios” porque ¿a
quién se le ocurre venir a germinar a 25 metros de mi casa? Indudablemente, es
consecuencia de la prodigiosa imaginación del buen Dios que me la ofrece,
porque me tiene mucho cariño (continuaré)