PALOMA ANCIANA
Había formado una familia.
Los descendientes de sus hijos revoloteaban cerca de ella.
En oportunidades llevaban sus pichones y ella disfrutaba de su tercera
generación.
Algunas veces no recordaba con exactitud los nombres de todos y ello no
era otra cosa que una manifestación del avance de sus años.
Un día, un fatídico día, aquella anciana paloma enfermó.
Bajó sus alas, encrespó sus plumas y abandonó todas sus ganas de comer.
Si por alguna razón debía esbozar un vuelo apenas si lograba hacerlo.
Agitaba sus alas y todo su cuerpo revelaba lo agitada que quedaba.
Toda su descendencia le miraba con extrañeza puesto nunca le habían visto
hecha una bolita palpitante de plumas crespas.
Caminaba arrastraba las plumas de su cola y las puntas de sus alas.
Ya no intentaba esbozar algún vuelo.
“Son muchos sus años” decían algunos. “Se está apagando” sugerían otros.
Un día enderezó su cuello y buscó los mejores granos. No se conformaba
con los granos insulsos que le acercaban.
Acomodó sus plumas y dejó de ser una bolita palpitante. Levantó sus alas y
enderezó las plumas de su cola.
Volvió a ser ella misma sin que nadie pudiese explicarse la razón de aquel
cambio.
Ya caminaba tranquilamente por entre las palomas de su descendencia que
le miraban con asombro y alegría.
Ya no buscaba el estar acompañada y cuidada sino que deseaba su libertad
de tanto tiempo.
Fue, entonces, que se escucharon voces discordantes.
“No puede quedar sola” “Tenemos que buscarle un lugar donde esté
cuidada” “Alguien debería llevársela” “Hay que respetar lo que ella decida”
A regañadientes aceptaron esta última opinión y ella volvió a su libertad, su
cornisa y su plaza.
Poco tiempo después volvió a la normalidad de su vida.
Su enfermedad había sido un paréntesis.
Nadie olvidaba sus muchos años de difícil vida y conservaban una mirada
lejana sobre ella.
Pero ella estaba, nuevamente, en lo suyo y no podía ocultar su dicha.
Había sido respetada y valoraba tal cosa.
Se sabía con necesidad de cuidarse y hacía tal cosa.
De ello dependía su libertad y con ello su ser ella misma.
Había sido respetada y valoraba tal cosa y lo agradecía cuidándose.
Trataba de evitar las corrientes de aire puesto no podía esforzarse en algún
vuelo a contra viento.
Buscaba no apartarse mucho de la cornisa donde había tenido su nido y
donde tenía cobijo y resguardo.
Buscaba y se alimentaba de los granos más sabrosos que podía encontrar
con facilidad al alcance de su pico.
Recorría la cornisa en busca de algunos depósitos de rocío y se higienizaba
con dedicación.
Se sentía respetada y, por ello, valorada y cuidándose agradecía tal cosa.
Volvía, poco a poco, a ser ella misma y no dejaba de agradecer tal cosa.
Padre Martín Ponce de León S.D.B.