DOMINGOS DEL TIEMPO PASCUAL
Comentarios de los Papas
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Selección de textos: Mariano Esteban Caro
Los Papas, en las palabras que cada domingo pronuncian antes del rezo del
ángelus, acostumbran a comentar el Evangelio de ese domingo. Hemos
seleccionado y extractado en primer lugar las enseñanzas del Papa
Francisco y, en su caso, de Benedicto XVI e incluso de San Juan Pablo II.
DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN
Ciclo A.- (Francisco, Regina Coeli 21 abril 2014)
¡Feliz Pascua! « ¡Cristo ha resucitado! — ¡Verdaderamente ha resucitado!».
Está entre nosotros, ¡aquí en la plaza! En esta semana podemos seguir
intercambiándonos la felicitación pascual, como si fuese un único día. Es el
gran día que hizo el Señor.
El sentimiento dominante que brota de los relatos evangélicos de la
Resurrección es la alegría llena de asombro, ¡pero un asombro grande! ¡La
alegría que viene de dentro! Y en la liturgia revivimos el estado de ánimo de
los discípulos por las noticias que las mujeres les habían llevado: ¡Jesús ha
resucitado! ¡Nosotros lo hemos visto!
Dejemos que esta experiencia, impresa en el Evangelio, se imprima
también en nuestro corazón y se transparente en nuestra vida. Dejemos
que el asombro gozoso del Domingo de Pascua se irradie en los
pensamientos, en las miradas, en las actitudes, en los gestos y en las
palabras... ¡Ojalá fuésemos así de luminosos! Pero esto no es un maquillaje.
Viene de dentro, de un corazón inmerso en la fuente de este gozo, como el
de María Magdalena, que lloraba la pérdida de su Señor y no creía a sus
ojos al verlo resucitado. Quien experimenta esto se convierte en testigo de
la Resurrección, porque en cierto sentido resucita él mismo, resucita ella
misma. De este modo es capaz de llevar un «rayo» de la luz del Resucitado
a las diversas situaciones: a las que son felices, haciéndolas más hermosas
y preservándolas del egoísmo; a las dolorosas, llevando serenidad y
esperanza.
En esta semana, nos hará bien tomar el libro del Evangelio y leer los
capítulos que hablan de la Resurrección de Jesús. ¡Nos hará mucho bien!
Tomar el libro, buscar los capítulos y leer eso. Nos hará bien, en esta
semana, pensar también en la alegría de María, la Madre de Jesús.
Tras pasar por la experiencia de la muerte y resurrección de su Hijo,
contempladas, en la fe, como la expresión suprema del amor de Dios, el
corazón de María se convirtió en una fuente de paz, de consuelo, de
esperanza y de misericordia. Todas las prerrogativas de nuestra Madre
derivan de aquí, de su participación en la Pascua de Jesús. Desde el viernes
al domingo por la mañana, Ella no perdió la esperanza: la hemos
contemplado Madre dolorosa, pero, al mismo tiempo, Madre llena de
esperanza. Ella, la Madre de todos los discípulos, la Madre de la Iglesia, es
Madre de esperanza.
Ciclo B.- (Francisco, Regina Coeli 6 de abril de 2015)
Éste es el anuncio que la Iglesia repite desde el primer día: «¡Cristo ha
resucitado!». Y, en Él, por el Bautismo, también nosotros hemos resucitado,
hemos pasado de la muerte a la vida, de la esclavitud del pecado a la
libertad del amor. Ésta es la buena noticia que estamos llamados a anunciar
a los demás y en todo ambiente, animados por el Espíritu Santo.
La fe en la resurrección de Jesús y la esperanza que Él nos ha traído es el
don más bonito que el cristiano puede y debe ofrecer a sus hermanos. A
todos y cada uno, entonces, no nos cansemos de repetir: ¡Cristo ha
resucitado! Repitámoslo todos juntos, hoy aquí en la plaza: ¡Cristo ha
resucitado! Repitámoslo con las palabras, pero sobre todo con el testimonio
de nuestra vida. La alegre noticia de la Resurrección debería
transparentarse en nuestro rostro, en nuestros sentimientos y actitudes, en
el modo con el cual tratamos a los demás.
Nosotros anunciamos la resurrección de Cristo cuando su luz ilumina los
momentos oscuros de nuestra existencia y podemos compartirla con los
demás; cuando sabemos sonreír con quien sonríe y llorar con quien llora;
cuando caminamos junto a quien está triste y corre el riesgo de perder la
esperanza; cuando transmitimos nuestra experiencia de fe a quien está en
búsqueda de sentido y felicidad. Con nuestra actitud, con nuestro
testimonio, con nuestra vida decimos: ¡Jesús ha resucitado! Lo decimos con
toda el alma.
La Pascua es el acontecimiento que ha traído la novedad radical para todo
ser humano, para la historia y para el mundo: es el triunfo de la vida sobre
la muerte; es la fiesta del renacer y de la regeneración. ¡Dejemos que
nuestra existencia sea conquistada y transformada por la Resurrección!
Ciclo C.- (Francisco, Regina Coeli 28 de marzo de 2016)
Después del tiempo cuaresmal, tiempo de penitencia y de conversión, que
la Iglesia ha vivido con particular intensidad en este Año Santo de la
Misericordia; después de las sugestivas celebraciones del Triduo Santo, nos
detenemos también hoy ante la tumba vacía de Jesús y meditamos con
estupor y gratitud el gran misterio de la resurrección del Señor.
La vida ha vencido a la muerte. ¡La misericordia y el amor han vencido
sobre el pecado! Se necesita fe y esperanza para abrirse a este nuevo y
maravilloso horizonte. Y nosotros sabemos que la fe y la esperanza son un
don de Dios y debemos pedirlo: «¡Señor, dame la fe, dame la esperanza!
¡La necesitamos tanto!».
Dejémonos invadir por las emociones que resuenan en la secuencia
pascual: «¡Sí, tenemos la certeza: Cristo verdaderamente ha resucitado!».
¡El Señor ha resucitado entre nosotros! Esta verdad marcó de forma
indeleble la vida de los apóstoles que, después de la resurrección, sintieron
de nuevo la necesidad de seguir a su Maestro y, tras recibir el Espíritu
Santo, fueron sin miedo a anunciar a todos lo que habían visto con sus ojos
y habían experimentado personalmente.
Estamos llamados a redescubrir y acoger con especial intensidad el
reconfortante anuncio de la resurrección: «¡Cristo, mi esperanza, ha
resucitado!». Si Cristo ha resucitado, podemos mirar con ojos y corazón
nuevos todo evento de nuestra vida, también los más negativos. Los
momentos de oscuridad, de fracaso y también de pecado pueden
transformase y anunciar un camino nuevo. Cuando hemos tocado el fondo
de nuestra miseria y de nuestra debilidad, Cristo resucitado nos da la fuerza
para volvernos a levantar. ¡Si nos encomendamos a Él, su gracia nos salva!
El Señor crucificado y resucitado es la plena revelación de la misericordia,
presente y operante en la historia. He aquí el mensaje pascual, que resuena
aún hoy y que resonará durante todo el tiempo de Pascua hasta
Pentecostés.
María fue testigo silenciosa de los eventos de la pasión y de la
resurrección de Jesús. Ella estuvo de pie junto a la cruz: no se dobló ante el
dolor, sino que su fe la fortaleció. En su corazón desgarrado de madre
permaneció siempre encendida la llama de la esperanza. Pidámosle a Ella
que nos ayude también a nosotros a acoger en plenitud el anuncio pascual
de la resurrección, para encarnarlo en lo concreto de nuestra vida cotidiana.
II DOMINGO DE PASCUA
Ciclo A.- (Juan Pablo II, Regina Coeli 7 de abril de 2002)
"¡Paz a vosotros!". Así se dirige Jesús a los Apóstoles en el pasaje
evangélico de este domingo, con el que concluye la octava de Pascua.
La paz es don de Dios . El Creador mismo escribió en el corazón de los
hombres la ley del respeto a la vida humana: "Quien vertiere sangre de
hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios
hizo él al hombre", se dice en el Génesis ( Gn 9, 6). Cuando en el entorno
domina la lógica despiadada de las armas, sólo Dios puede suscitar de
nuevo en los corazones pensamientos de paz. Sólo él puede dar las
energías necesarias para renunciar al odio y a la sed de venganza, y
emprender el camino de la negociación a fin de llegar a un acuerdo y a la
paz.
A él, que Jesús reveló como Padre misericordioso, se eleva hoy la súplica
de todos los cristianos, que repiten con san Francisco de Asís: "Señor, haz
de mí un instrumento de tu paz".
La liturgia de hoy nos invita a encontrar en la Misericordia divina el
manantial de la auténtica paz que nos ofrece Cristo resucitado. Las llagas
del Señor resucitado y glorioso constituyen el signo permanente del amor
misericordioso de Dios a la humanidad . De ellas se irradia una luz espiritual,
que ilumina las conciencias e infunde en los corazones consuelo y
esperanza.
Jesús, ¡en ti confío! , repetimos en esta hora complicada y difícil, sabiendo
que necesitamos esa Misericordia divina que hace medio siglo el Señor
manifestó con tanta generosidad a santa Faustina Kowalska. Allí donde son
más arduas las pruebas y las dificultades, más insistente ha de ser la
invocación al Señor resucitado y más ferviente la imploración del don de su
Espíritu Santo, manantial de amor y de paz.
El misterio de la concepción de Jesús en el seno de la Virgen por obra del
Espíritu Santo nos recuerda que la vida humana, asumida por Cristo, es
inviolable desde el primer instante. La contemplación del misterio nos
impulsa a renovar nuestro compromiso de amar, acoger y servir a la vida.
Este compromiso une a los creyentes y a los no creyentes, porque "la
defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y
responsabilidad de todos" ( Evangelium vitae , 91).
Que la Virgen, Madre de Misericordia, que al recibir el anuncio del ángel
concibió al Verbo encarnado, nos ayude a respetar siempre la vida y a
promover concordemente la paz.
Ciclo B.- (Francisco, Regina Coeli 12 de abril de 2015)
Hoy es el octavo día después de Pascua, y el Evangelio de Juan nos
documenta las dos apariciones de Jesús resucitado a los Apóstoles reunidos
en el Cenáculo: la de la tarde de Pascua, en la que Tomás estaba ausente, y
aquella después de ocho días, con Tomás presente. La primera vez, el
Señor mostró a los discípulos las heridas de su cuerpo, sopló sobre ellos y
dijo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» ( Jn 20, 21).
Les transmite su misma misión, con la fuerza del Espíritu Santo.
Pero esa tarde faltaba Tomás, el cual no quiso creer en el testimonio de
los otros. «Si no veo y no toco sus llagas —dice—, no lo creeré» (cf. Jn 20,
25). Ocho días después —precisamente como hoy— Jesús vuelve a
presentarse en medio de los suyos y se dirige inmediatamente a Tomás,
invitándolo a tocar las heridas de sus manos y de su costado. Va al
encuentro de su incredulidad, para que, a través de los signos de la pasión,
pueda alcanzar la plenitud de la fe pascual, es decir la fe en la resurrección
de Jesús.
Tomás es uno que no se contenta y busca, pretende constatar él mismo,
tener una experiencia personal. Tras las iniciales resistencias e inquietudes,
al final también él llega a creer, aunque avanzando con fatiga, pero llega a
la fe. Jesús lo espera con paciencia y se muestra disponible ante las
dificultades e inseguridades del último en llegar. El Señor proclama
«bienaventurados» a aquellos que creen sin ver (cf. v. 29) —y la primera de
estos es María su Madre—, pero va también al encuentro de la exigencia del
discípulo incrédulo: ᆱTrae tu dedo, aquí tienes mis manos…ᄏ (v. 27). En el
contacto salvífico con las llagas del Resucitado, Tomás manifiesta las
propias heridas, las propias llagas, las propias laceraciones, la propia
humillación; en la marca de los clavos encuentra la prueba decisiva de que
era amado, esperado, entendido. Se encuentra frente a un Mesías lleno de
dulzura, de misericordia, de ternura. Era ése el Señor que buscaba, él, en
las profundidades secretas del propio ser, porque siempre había sabido que
era así.
Él ha podido «tocar» el misterio pascual que manifiesta plenamente el
amor salvífico de Dios, rico en misericordia (cf. Ef 2, 4). Y como Tomás
también todos nosotros: en este segundo domingo de Pascua estamos
invitados a contemplar en las llagas del Resucitado la Divina Misericordia,
que supera todo límite humano y resplandece sobre la oscuridad del mal y
del pecado.
Dirijamos la mirada a Él, que siempre nos busca, nos espera, nos
perdona; tan misericordioso que no se asusta de nuestras miserias. En sus
heridas nos cura y perdona todos nuestros pecados. Que la Virgen Madre
nos ayude a ser misericordiosos con los demás como Jesús lo es con
nosotros.
Ciclo C.- (Francisco, Homilía 3 de abril de 2016)
«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la
vista de los discípulos» ( Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia
de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es
expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo fue escrito; el
Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto , donde se
siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos
de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos
llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena
Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las
obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del
cristiano .
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste
evidente: está el miedo de los discípulos que cierran las puertas de la casa;
por otro lado, la misión de parte de Jesús, que los envía al mundo a llevar el
anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en
nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor
a abrir las puertas cerradas y a salir de nosotros mismos. Cristo, que por
amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la muerte y del
infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las
puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y
el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y
enviarnos. El camino que el Maestro resucitado nos indica es de una sola
vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, salir para dar
testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado.
Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas,
presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y
hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos
presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo
reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás.
Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas
y comprendidas .
«Paz a vosotros» (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es
la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz
negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que procede
del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el
miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja
solos, sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que
permanece en el dolor y hace florecer la esperanza.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre»
(117/118,2).
Estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros
para siempre . Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos
comprender: es tan grande. Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de
acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser
nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del
Evangelio, para escribir aquellas paginas del Evangelio que el apóstol Juan
no ha escrito.
DOMIGO III DE PASCUA
CICLO A.- (Francisco, Regina Coeli 4 de mayo de 2014)
El Evangelio de este domingo, que es el tercer domingo de Pascua, es el de
los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Estos eran dos discípulos de
Jesús, los cuales, tras su muerte y pasado el sábado, dejan Jerusalén y
regresan, tristes y abatidos, hacia su aldea, llamada precisamente Emaús. A
lo largo del camino Jesús resucitado se les acercó, pero ellos no lo
reconocieron. Viéndoles así tristes, les ayudó primero a comprender que la
pasión y la muerte del Mesías estaban previstas en el designio de Dios y
anunciadas en las Sagradas Escrituras; y así vuelve a encender un fuego de
esperanza en sus corazones.
Entonces, los dos discípulos percibieron una extraordinaria atracción hacia
ese hombre misterioso, y lo invitaron a permanecer con ellos esa tarde.
Jesús aceptó y entró con ellos en la casa. Y cuando, estando en la mesa,
bendijo el pan y lo partió, ellos lo reconocieron, pero Él desapareció de su
vista, dejándolos llenos de estupor. Tras ser iluminados por la Palabra,
habían reconocido a Jesús resucitado al partir el pan, nuevo signo de su
presencia. E inmediatamente sintieron la necesidad de regresar a Jerusalén,
para referir a los demás discípulos esta experiencia, que habían encontrado
a Jesús vivo y lo habían reconocido en ese gesto de la fracción del pan.
El camino de Emaús se convierte así en símbolo de nuestro camino de fe:
las Escrituras y la Eucaristía son los elementos indispensables para el
encuentro con el Señor. También nosotros llegamos a menudo a la misa
dominical con nuestras preocupaciones, nuestras dificultades y
desilusiones... La vida a veces nos hiere y nos marchamos tristes, hacia
nuestro «Emaús», dando la espalda al proyecto de Dios. Nos alejamos de
Dios. Pero nos acoge la Liturgia de la Palabra: Jesús nos explica las
Escrituras y vuelve a encender en nuestros corazones el calor de la fe y de
la esperanza, y en la Comunión nos da fuerza.
Palabra de Dios, Eucaristía. Leer cada día un pasaje del Evangelio.
Recordadlo bien: leer cada día un pasaje del Evangelio, y los domingos ir a
recibir la comunión, recibir a Jesús. Así sucedió con los discípulos de Emaús:
acogieron la Palabra; compartieron la fracción del pan, y, de tristes y
derrotados como se sentían, pasaron a estar alegres. Siempre, queridos
hermanos y hermanas, la Palabra de Dios y la Eucaristía nos llenan de
alegría. Recordadlo bien. Cuando estés triste, toma la Palabra de Dios.
Cuando estés decaído, toma la Palabra de Dios y ve a la misa del domingo a
recibir la comunión, a participar del misterio de Jesús. Palabra de Dios,
Eucaristía: nos llenan de alegría.
Ciclo B.- (Francisco, Regina Coeli 19 de abril de 2015)
En las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy resuena dos veces la palabra
«testigos». La primera vez es en los labios de Pedro: él, después de la
curación del paralítico ante la puerta del templo de Jerusalén, exclama:
«Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y
nosotros somos testigos de ello» (Hch 3, 15). La segunda vez, en los labios
de Jesús resucitado: Él, la tarde de Pascua, abre la mente de los discípulos
al misterio de su muerte y resurrección y les dice: «Vosotros sois testigos
de esto» ( Lc 24, 48).
Los apóstoles, que vieron con los propios ojos al Cristo resucitado, no
podían callar su extraordinaria experiencia. Él se había mostrado a ellos
para que la verdad de su resurrección llegara a todos mediante su
testimonio. Y la Iglesia tiene la tarea de prolongar en el tiempo esta misión;
cada bautizado está llamado a dar testimonio, con las palabras y con la
vida, que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo y presente en medio de
nosotros. Todos nosotros estamos llamados a dar testimonio de que Jesús
está vivo.
Podemos preguntarnos: pero, ¿quién es el testigo? El testigo es uno que
ha visto, que recuerda y cuenta. Ver, recordar y contar son los tres verbos
que describen la identidad y la misión. El testigo es uno que ha visto , con
ojo objetivo, ha visto una realidad, pero no con ojo indiferente; ha visto y
se ha dejado involucrar por el acontecimiento. Por eso recuerda , no sólo
porque sabe reconstruir de modo preciso los hechos sucedidos, sino
también porque esos hechos le han hablado y él ha captado el sentido
profundo. Entonces el testigo cuenta , no de manera fría y distante sino
como uno que se ha dejado cuestionar y desde aquel día ha cambiado de
vida. El testigo es uno que ha cambiado de vida.
El contenido del testimonio cristiano no es una teoría, no es una ideología
o un complejo sistema de preceptos y prohibiciones o un moralismo, sino
que es un mensaje de salvación, un acontecimiento concreto, es más, una
Persona: es Cristo resucitado, viviente y único Salvador de todos. Él puede
ser testimoniado por quienes han tenido una experiencia personal de Él, en
la oración y en la Iglesia, a través de un camino que tiene su fundamento
en el Bautismo, su alimento en la Eucaristía, su sello en la Confirmación, su
continua conversión en la Penitencia. Gracias a este camino, siempre guiado
por la Palabra de Dios, cada cristiano puede transformarse en testigo de
Jesús resucitado. Y su testimonio es mucho más creíble cuando más
transparenta un modo de vivir evangélico, gozoso, valiente, humilde,
pacífico, misericordioso. En cambio, si el cristiano se deja llevar por las
comodidades, las vanidades, el egoísmo, si se convierte en sordo y ciego
ante la petición de «resurrección» de tantos hermanos, ¿cómo podrá
comunicar a Jesús vivo, como podrá comunicar la potencia liberadora de
Jesús vivo y su ternura infinita?
Que María, nuestra Madre, nos sostenga con su intercesión para que
podamos convertirnos, con nuestros límites, pero con la gracia de la fe, en
testigos del Señor resucitado, llevando a las personas que nos encontramos
los dones pascuales de la alegría y de la paz.
Ciclo C.- (Francisco, Regina Coeli 10 de abril de 2016)
El Evangelio de hoy narra la tercera aparición de Jesús resucitado a los
discípulos a orillas del lago de Galilea, con la descripción de la pesca
milagrosa (cf. Jn 21, 1-19). El relato se sitúa en el marco de la vida
cotidiana de los discípulos, que habían regresado a su tierra y a su trabajo
de pescadores, después de los días tremendos de la pasión, muerte y
resurrección del Señor. Era difícil para ellos comprender lo que había
sucedido. Pero, mientras que todo parecía haber acabado, Jesús va
nuevamente a «buscar» a sus discípulos. Es Él quien va a buscarlos. Esta
vez los encuentra junto al lago, donde ellos habían pasado la noche en las
barcas sin pescar nada. Las redes vacías se presentan, en cierto sentido,
como el balance de su experiencia con Jesús: lo habían conocido, habían
dejado todo por seguirlo, llenos de esperanza... ¿y ahora? Sí, lo habían
visto resucitado, pero luego pensaban: «Se marchó y nos ha dejado... Ha
sido como un sueño...».
He aquí que al amanecer Jesús se presenta en la orilla del lago; pero ellos
no lo reconocen (cf. v. 4). A estos pescadores, cansados y decepcionados,
el Señor les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (v.
6). Los discípulos confiaron en Jesús y el resultado fue una pesca
increíblemente abundante. Es así que Juan se dirige a Pedro y dice: «Es el
Señor» (v. 7). E inmediatamente Pedro se lanzó al agua y nadó hacia la
orilla, hacia Jesús. En aquella exclamación: «¡Es el Señor!», está todo el
entusiasmo de la fe pascual, llena de alegría y de asombro, que se opone
con fuerza a la confusión, al desaliento, al sentido de impotencia que se
había acumulado en el ánimo de los discípulos. La presencia de Jesús
resucitado transforma todas las cosas: la oscuridad es vencida por la luz, el
trabajo inútil es nuevamente fructuoso y prometedor, el sentido de
cansancio y de abandono deja espacio a un nuevo impulso y a la certeza de
que Él está con nosotros.
Desde entonces, estos mismos sentimientos animan a la Iglesia, la
Comunidad del Resucitado. ¡Todos nosotros somos la comunidad del
Resucitado! Si a una mirada superficial puede parecer, en algunas
ocasiones, que el poder lo tienen las tinieblas del mal y el cansancio de la
vida cotidiana, la Iglesia sabe con certeza que en quienes siguen al Señor
Jesús resplandece ya imperecedera la luz de la Pascua. El gran anuncio de
la Resurrección infunde en el corazón de los creyentes una íntima alegría y
una esperanza invencibles.
¡Verdaderamente Cristo ha resucitado! Todos nosotros cristianos estamos
llamados a comunicar este mensaje de resurrección a quienes encontramos,
especialmente a quien sufre, a quien está solo, a quien se encuentra en
condiciones precarias, a los enfermos, los refugiados, los marginados. A
todos hagamos llegar un rayo de la luz de Cristo resucitado, un signo de su
poder misericordioso.
Que Él, el Señor, renueve también en nosotros la fe pascual. Que nos
haga cada vez más conscientes de nuestra misión al servicio del Evangelio y
de los hermanos; nos colme de su Santo Espíritu para que, sostenidos por
la intercesión de María, con toda la Iglesia podamos proclamare la grandeza
de su amor y la riqueza de su misericordia.
IV DOMINGO DE PASCUA
Ciclo A-(Francisco, Regina Coeli 11 de mayo de 2014)
El evangelista Juan nos presenta, en este IV domingo del tiempo pascual, la
imagen de Jesús Buen Pastor. Contemplando esta página del Evangelio,
podemos comprender el tipo de relación que Jesús tenía con sus discípulos:
una relación basada en la ternura, en el amor, en el conocimiento recíproco
y en la promesa de un don inconmensurable: «Yo he venido —dice Jesús—
para que tengan vida y la tengan en abundancia» ( Jn 10, 10). Tal relación
es el modelo de las relaciones entre los cristianos y de las relaciones
humanas.
También hoy, como en tiempos de Jesús, muchos se proponen como
«pastores» de nuestras existencias; pero sólo el Resucitado es el verdadero
Pastor que nos da la vida en abundancia. Invito a todos a tener confianza
en el Señor que nos guía. Pero no sólo nos guía: nos acompaña, camina con
nosotros. Escuchemos su palabra con mente y corazón abiertos, para
alimentar nuestra fe, iluminar nuestra conciencia y seguir las enseñanzas
del Evangelio.
En este domingo recemos por los pastores de la Iglesia, por todos los
obispos, incluido el obispo de Roma, por todos los sacerdotes, por todos.
Que el Señor nos ayude a nosotros, pastores, a ser siempre fieles al
Maestro y guías sabios e iluminados del pueblo de Dios confiado a nosotros.
También a vosotros, por favor, os pido que nos ayudéis: ayudarnos a ser
buenos pastores. «Así vosotros debéis ser con los pastores: llamar siempre
a su puerta, a su corazón, para que os den la leche de la doctrina, la leche
de la gracia, la leche de la guía» (San Cesáreo de Arlés). Y os pido, por
favor, que importunéis a los pastores, que molestéis a los pastores, a todos
nosotros pastores, para que os demos la leche de la gracia, de la doctrina y
de la guía. ¡Importunar! Pensad en esa hermosa imagen del ternerillo, cómo
importuna a su mamá para que le dé de comer.
A imitación de Jesús, todo pastor «a veces estará delante para indicar el
camino y cuidar la esperanza del pueblo —el pastor debe ir a veces
adelante—, otras veces estará simplemente en medio de todos con su
cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del
pueblo para ayudar a los rezagados» (Exhortación apostólica Evangelii
gaudium , 13). ¡Ojalá que todos los pastores sean así! Pero vosotros
importunad a los pastores, para que os den la guía de la doctrina y de la
gracia.
CICLO B.- (Francisco, Regina Coeli 26 de abril de 2015)
El cuarto domingo de Pascua —éste—, llamado «domingo del Buen Pastor»,
cada año nos invita a redescubrir, con estupor siempre nuevo, esta
definición que Jesús dio de sí mismo, releyéndola a la luz de su pasión,
muerte y resurrección. «El buen Pastor da su vida por las ovejas» ( Jn 10,
11): estas palabras se realizaron plenamente cuando Cristo, obedeciendo
libremente a la voluntad del Padre, se inmoló en la Cruz. Entonces se
vuelve completamente claro qué significa que Él es «el buen Pastor»: da la
vida, ofreció su vida en sacrificio por todos nosotros: por ti, por ti, por ti,
por mí ¡por todos! ¡Y por ello es el buen Pastor!
Cristo es el Pastor verdadero, que realiza el modelo más alto de amor por
el rebaño: Él dispone libremente de su propia vida, nadie se la quita (cf. v.
18), sino que la dona en favor de las ovejas (v. 17). En abierta oposición a
los falsos pastores, Jesús se presenta como el verdadero y único Pastor del
pueblo: el pastor malo piensa en sí mismo y explota a las ovejas; el buen
pastor piensa en las ovejas y se dona a sí mismo. A diferencia del
mercenario, Cristo Pastor es un guía atento que participa en la vida de su
rebaño, no busca otro interés, no tiene otra ambición que la de guiar,
alimentar y proteger a sus ovejas. Y todo esto al precio más alto, el del
sacrificio de su propia vida.
En la figura de Jesús, Pastor bueno, contemplamos a la Providencia de
Dios, su solicitud paternal por cada uno de nosotros. ¡No nos deja solos! La
consecuencia de esta contemplación de Jesús, Pastor verdadero y bueno, es
la exclamación de conmovido estupor que encontramos en la segunda
Lectura de la liturgia de hoy: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre...» (1
Jn 3, 1). Es verdaderamente un amor sorprendente y misterioso, porque
donándonos a Jesús como Pastor que da la vida por nosotros, el Padre nos
ha dado lo más grande y precioso que nos podía donar. Es el amor más alto
y más puro, porque no está motivado por ninguna necesidad, no está
condicionado por ningún cálculo, no está atraído por ningún interesado
deseo de intercambio. Ante este amor de Dios, experimentamos una alegría
inmensa y nos abrimos al reconocimiento por lo que hemos recibido
gratuitamente.
Pero contemplar y agradecer no basta. También hay que seguir al buen
Pastor. En particular, cuantos tienen la misión de guía en la Iglesia —
sacerdotes, obispos, Papas— están llamados a asumir no la mentalidad del
mánager sino la del siervo , a imitación de Jesús que, despojándose de sí
mismo, nos ha salvado con su misericordia.
CICLO C.- (Francisco, Regina Coeli 17 de abril de 2016)
El evangelio de hoy ( Jn 10, 27-30) nos ofrece algunas expresiones
pronunciadas por Jesús durante la fiesta de la dedicación del templo de
Jerusalén, que se celebraba a finales de diciembre. Él se encontraba
precisamente en la zona del templo, y quizás aquel espacio sagrado cercado
le sugiere la imagen del rebaño y del pastor. Jesús se presenta como «el
buen pastor» y dice: «Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas
me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las
arrebatará de mi mano» (vv. 27-28). Estas palabras nos ayudan a
comprender que nadie puede decirse seguidor de Jesús si no escucha su
voz. Y este «escuchar» no hay que entenderlo de una manera superficial,
sino comprometedora, al punto que vuelve posible un verdadero
conocimiento recíproco, del cual pueden surgir un seguimiento generoso,
expresada en las palabras «y ellas me siguen» (v.27). Se trata de un
escuchar no solamente con el oído, sino ¡una escucha del corazón!
Por lo tanto, la imagen del pastor y de las ovejas indica la estrecha
relación que Jesús quiere establecer con cada uno de nosotros. Él es
nuestra guía, nuestro maestro, nuestro amigo, nuestro modelo, pero sobre
todo es nuestro salvador. De hecho la frase sucesiva del pasaje evangélico
afirma: «Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las
arrebatará de mi mano» (v. 28). ¿Quién puede hablar así? Solamente
Jesús, porque la «mano» de Jesús es una sola cosa con la «mano» del
Padre, y el Padre es «más grande que todos» (v. 29).
Estas palabras nos comunican un sentido de absoluta seguridad y de
inmensa ternura. Nuestra vida está totalmente segura en las manos de
Jesús y del Padre, que son una sola cosa: un único amor, una única
misericordia, reveladas de una vez y para siempre en el sacrificio de la cruz.
Para salvar a las ovejas perdidas que somos todos nosotros, el Pastor se
hizo cordero y se dejó inmolar para tomar sobre sí y quitar el pecado del
mundo. De esta manera Él nos ha dado la vida, pero la vida en abundancia
De esta manera Él nos ha dado la vida, pero ¡la vida en abundancia! (cf. Jn
10, 10). Este misterio se renueva, en una humildad siempre sorprendente,
en la mesa eucarística. Es allí que las ovejas se reúnen para nutrirse; es allí
que se vuelven una sola cosa, entre ellas y con el Buen Pastor.
Por esto no tenemos más miedo: nuestra vida ya se ha salvado de la
perdición. Nada ni nadie podrá arrancarnos de las manos de Jesús, porque
nada ni nadie puede vencer su amor. ¡El amor de Jesús es invencible! El
maligno, el gran enemigo de Dios y de sus criaturas, intenta de muchas
maneras arrebatarnos la vida eterna. Pero el maligno no puede nada si
nosotros no le abrimos las puertas de nuestra alma, siguiendo sus halagos
engañosos.
V DOMINGO DE PASCUA
Ciclo A-(Benedicto XVI, Regina Coeli 22 de mayo de 2011)
El Evangelio de este quinto domingo de Pascua propone un doble
mandamiento sobre la fe: creer en Dios y creer en Jesús. No son dos actos
separados, sino un único acto de fe, la plena adhesión a la salvación llevada
a cabo por Dios Padre mediante su Hijo unigénito.
El Nuevo Testamento puso fin a la invisibilidad del Padre. Dios mostró su
rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe: «Quien me ha
visto a mí, ha visto al Padre» ( Jn 14, 9). El Hijo de Dios, con su
encarnación, muerte y resurrección, nos libró de la esclavitud del pecado
para darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos dio a conocer el rostro de
Dios, que es amor: Dios se puede ver, es visible en Cristo.
San Agustín afirma que ᆱera necesario que Jesús dijese: “Yo soy el
camino, la verdad y la vida” ( Jn 14, 6), porque una vez conocido el camino
faltaba por conocer la meta» ( Tractatus in Ioh., 69, 2: ccl 36, 500), y la
meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, por tanto,
el camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de Verdad, y
acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de san
Buenaventura: «Abre, por tanto, los ojos, tiende el oído espiritual, abre tus
labios y dispón tu corazón, para que en todas las criaturas puedas ver,
escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar y honrar a tu Dios» ( Itinerarium
mentis in Deum, I, 15).
Ciclo B.- (Francisco, Regina Coeli 3 de mayo de 2015)
El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús durante la última Cena, en el
momento en el que sabe que la muerte está ya cercana. Ha llegado su
«hora». Por última vez Él está con sus discípulos, y entonces quiere
imprimir bien en sus mentes una verdad fundamental: también cuando Él
ya no estará físicamente en medio a ellos, podrán permanecer aún unidos a
Él de un modo nuevo , y así dar mucho fruto. Todos podemos estar unidos a
Jesús de un modo nuevo.
Y para expresar esta realidad, este nuevo modo de estar unidos a Él,
Jesús usa la imagen de la vid y los sarmientos. Con esta figura nos enseña
cómo quedarnos en Él, estar unidos a Él, aunque no esté físicamente
presente.
Jesús es la vid y a través de Él —como la savia en el árbol— pasa a los
sarmientos el amor mismo de Dios, el Espíritu Santo. Es así: nosotros
somos los sarmientos, y a través de esta parábola, Jesús quiere hacernos
entender la importancia de permanecer unidos a Él. Los sarmientos no son
autosuficientes, sino que dependen totalmente de la vid, en donde se
encuentra la fuente de su vida. Así es para nosotros cristianos.
Insertados con el Bautismo en Cristo, hemos recibido gratuitamente de Él
el don de la vida nueva; y podemos permanecer en comunión vital con
Cristo.
Los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda
nuestra persona es transformada por la gracia del Espíritu: alma,
inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad
de espíritu y cuerpo. Recibimos un nuevo modo de ser, la vida de Cristo se
convierte también en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él,
ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús.
Ciclo C.- (Francisco, Homilía 24 de abril de 2016)
«La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os
amáis unos a otros» ( Jn 13,35).
Qué gran responsabilidad nos confía hoy el Señor. Nos dice que la gente
conocerá a los discípulos de Jesús por cómo se aman entre ellos. En otras
palabras, el amor es el documento de identidad del cristiano, es el único
“documento” válido para ser reconocidos como discípulos de Jesús. El único
documento válido.
El amigo verdadero de Jesús se distingue principalmente por el amor
concreto ; no el amor “en las nubes”, no, el amor concreto que resplandece
en su vida. El amor es siempre concreto. Quien no es concreto y habla del
amor está haciendo una telenovela, una telecomedia.
Ante todo, amar es bello , es el camino para ser felices. Pero no es fácil, es
desafiante, supone esfuerzo.
En efecto, amar quiere decir dar , no sólo algo material, sino algo de uno
mismo: el tiempo personal, la propia amistad, las capacidades personales.
Os pondrá en el corazón una intención buena, esa de amar sin poseer : De
querer a las personas sin desearlas como algo propio, sino dejándolas
libres. Porque el amor es libre. No existe amor verdadero si no es libre. Esa
libertad que el Señor nos da cuando nos ama. Él siempre está junto a
nosotros. En efecto, siempre existe la tentación de contaminar el afecto con
la pretensión instintiva de tomar, de “poseer” aquello que me gusta; y esto
es egoísmo.
El amor se alimenta de confianza, de respeto y de perdón. El amor no
surge porque hablemos de él, sino cuando se vive; no es una poesía bonita
para aprender de memoria, sino una opción de vida que se ha de poner en
práctica.
VI DOMINGO DE PASCUA
Ciclo A.- (Francisco, homilía 24 de mayo de 2014)
En el Evangelio hemos escuchado la promesa de Jesús a sus discípulos: “Yo
le pediré al Padre que les envíe otro Paráclito, que esté siempre con
ustedes” ( Jn 14,16). El primer Paráclito es el mismo Jesús; el “otro” es el
Espíritu Santo.
Así pues, el Evangelio de este domingo nos invitan a meditar sobre el
Espíritu Santo, sobre su obra en Cristo y en nosotros, y que podemos
resumir de esta forma: el Espíritu realiza tres acciones: prepara, unge y
envía .
En el momento del bautismo, el Espíritu se posa sobre Jesús para
prepararlo a su misión de salvación, misión caracterizada por el estilo del
Siervo manso y humilde, dispuesto a compartir y a entregarse totalmente.
En segundo lugar, el Espíritu Santo unge . Ha ungido interiormente a
Jesús, y unge a los discípulos, para que tengan los mismos sentimientos de
Jesús y puedan así asumir en su vida las actitudes que favorecen la paz y la
comunión. Con la unción del Espíritu, la santidad de Jesucristo se imprime
en nuestra humanidad y nos hace capaces de amar a los hermanos con el
mismo amor con que Dios nos ama.
Y, finalmente, el Espíritu envía . Jesús es el Enviado, lleno del Espíritu del
Padre. Ungidos por el mismo Espíritu, también nosotros somos enviados
como mensajeros y testigos de paz.
El camino de la paz se consolida si reconocemos que todos tenemos la
misma sangre y formamos parte del género humano; si no olvidamos que
tenemos un único Padre en el cielo y que somos todos sus hijos, hechos a
su imagen y semejanza.
Ciclo B (Francisco, Regina Coeli 10 de mayo de 2015)
El Evangelio de hoy —san Juan, capítulo 15— nos vuelve a llevar al
Cenáculo, donde escuchamos el mandamiento nuevo de Jesús. Dice así:
«Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he
amado» (v. 12).
De este modo, Jesús nos muestra el camino para seguirlo, el camino del
amor. Su mandamiento no es un simple precepto, que permanece siempre
como algo abstracto o exterior a la vida. Es un camino concreto, un camino
que nos conduce a salir de nosotros mismos para ir hacia los demás. Jesús
nos mostró que el amor de Dios se realiza en el amor al prójimo .
Es precisamente el amor de Cristo, que el Espíritu Santo derrama en
nuestros corazones, el que realiza cada día prodigios en la Iglesia y en el
mundo. Son muchos los pequeños y grandes gestos que obedecen al
mandamiento del Señor. Gestos pequeños, de todos los días, gestos de
cercanía a un anciano, a un niño, a un enfermo, a una persona sola y con
dificultades, sin casa, sin trabajo, inmigrante, refugiada.
CICLO C.- (Francisco, Regina Coeli 1 de mayo de 2016)
Enseñar y recordar. Esto es lo que hace el Espíritu Santo en nuestros
corazones.
En el momento en el que está por regresar al Padre, Jesús anuncia la
venida del Espíritu que ante todo enseñará a los discípulos a comprender
cada vez más plenamente el Evangelio, a acogerlo en su existencia y a
hacerlo vivo y operante con el testimonio.
El segundo aspecto de la misión del Espíritu Santo consiste en ayudar a
los Apóstoles a recordar las palabras de Jesús. El Espíritu tiene la tarea de
despertar la memoria, recordar las palabras de Jesús. El Espíritu hará
recordar las enseñanzas de Jesús en las diversas circunstancias concretas
de la vida, para poder ponerlas en práctica.
Nosotros no estamos solos: Jesús está cerca de nosotros, en medio de
nosotros, dentro de nosotros. Su nueva presencia en la historia se realiza
mediante el don del Espíritu Santo, por medio del cual es posible instaurar
una relación viva con Él, el Crucificado Resucitado.
El Espíritu, efundido en nosotros con los sacramentos del Bautismo y de la
Confirmación, actúa en nuestra vida. Él nos guía en el modo de pensar, de
actuar, de distinguir qué está bien y qué está mal; nos ayuda a practicar la
caridad de Jesús, su donarse a los demás, especialmente a los más
necesitados.
No estamos solos. Y el signo de la presencia del Espíritu Santo es también
la paz que Jesús dona a sus discípulos: «Mi paz os doy» (v. 27). Esa es
diversa de la que los hombres se desean o intentan realizar. La paz de
Jesús brota de la victoria sobre el pecado, sobre el egoísmo que nos impide
amarnos como hermanos. Es don de Dios y signo de su presencia.
Que la Virgen María nos ayude a acoger con docilidad al Espíritu Santo
como Maestro interior y como Memoria viva de Cristo en el camino
cotidiano.
ASCENSIÓN DEL SEÑOR
CICLO A.- (Francisco, Regina Coeli 1 de junio de 2014)
Hoy se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días
después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan este episodio, la
separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (cf. Hch
1, 2.9). El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el mandato de Jesús a
los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su
mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o mejor, «salir» se convierte
en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a
los discípulos que salgan hacia el mundo.
Jesús sale , asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había
mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no
se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con
nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae
la mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del
cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mismo
había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el cielo. Sin
embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la historia
humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de
nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos
guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado
está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada
hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, también hoy
está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros.
Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo?
Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las
heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre
le muestra las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del perdón que
tú das». Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona
siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por
nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más
misericordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al
Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos
impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona,
porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.
Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a
prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden
de partir : «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» ( Mt 28, 19). Es
un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una
comunidad «en salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y vosotros me
diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están
siempre «en salida» con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los
horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la
oración y la unión a las llagas de Jesús.
A sus discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin
Jesús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras
fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias.
Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso
bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es
Jesús.
Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la
casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero
como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra
esperanza.
CICLO B.- (Benedicto XVI, Homilía 28 de mayo de 2006)
Hoy resuena nuevamente esta pregunta recogida en los Hechos de los
Apóstoles. Esta vez se dirige a todos nosotros: "¿Qué hacéis ahí mirando al
cielo?". La respuesta a esta pregunta encierra la verdad fundamental sobre
la vida y el destino del hombre.
Esta pregunta se refiere a dos actitudes relacionadas con las dos
realidades en las que se inscribe la vida del hombre: la terrena y la celeste.
Primero, la realidad terrena: "¿Qué hacéis ahí?", ¿por qué estáis en la
tierra? Respondemos: Estamos en la tierra porque el Creador nos ha puesto
aquí como coronamiento de la obra de la creación. Dios todopoderoso, de
acuerdo con su inefable designio de amor, creó el cosmos, lo sacó de la
nada. Y después de realizar esa obra, llamó a la existencia al hombre,
creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-27). Le concedió la dignidad
de hijo de Dios y la inmortalidad.
"Estamos en la tierra", estamos arraigados en ella, de ella crecemos. Aquí
hacemos el bien en los extensos campos de la existencia diaria, en el
ámbito de lo material y también en el de lo espiritual: en las relaciones
recíprocas, en la edificación de la comunidad humana y en la cultura. Aquí
experimentamos el cansancio de los viandantes en camino hacia la meta
por sendas escabrosas, en medio de vacilaciones, tensiones,
incertidumbres, pero también con la profunda conciencia de que antes o
después este camino llegará a su término. Y entonces surge la
reflexión: ¿Esto es todo? ¿La tierra en la que "nos encontramos" es nuestro
destino definitivo?
En este contexto, conviene detenerse en la segunda parte de la pregunta
recogida en la página de los Hechos: "¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?".
Leemos que, cuando los Apóstoles intentaron atraer la atención del
Resucitado sobre la cuestión de la reconstrucción del reino terreno de
Israel, él "fue elevado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus
ojos". Y ellos "estaban mirando fijamente al cielo mientras se iba" ( Hch 1,
9-10). Así pues, estaban mirando fijamente al cielo, dado que acompañaban
con la mirada a Jesucristo, crucificado y resucitado, que era elevado. No
sabemos si en aquel momento se dieron cuenta de que precisamente ante
ellos se estaba abriendo un horizonte magnífico, infinito, el punto de llegada
definitivo de la peregrinación terrena del hombre. Tal vez lo comprendieron
solamente el día de Pentecostés, iluminados por el Espíritu Santo.
Para nosotros, sin embargo, ese acontecimiento de hace dos mil años es
fácil de entender. Estamos llamados, permaneciendo en la tierra, a mirar
fijamente al cielo, a orientar la atención, el pensamiento y el corazón hacia
el misterio inefable de Dios. Estamos llamados a mirar hacia la realidad
divina, a la que el hombre está orientado desde la creación. En ella se
encierra
sentido
definitivo
de
nuestra
vida.
CICLO C.- (Francisco, Regina Coeli 8 de mayo de 2016)
Hoy se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, acaecida cuarenta días
después de la Pascua. Contemplamos el misterio de Jesús que sale de
nuestro espacio terreno para entrar en la plenitud de la gloria de Dios,
llevando consigo nuestra humanidad. Es decir, nosotros, nuestra humanidad
entra por primera vez en el cielo.
Jesús, Dios, es un hombre verdadero, con su cuerpo de hombre está en el
cielo. Y esta es nuestra esperanza, es nuestra ancla, y nosotros estamos
firmes en esta esperanza si miramos al cielo.
En este cielo habita aquel Dios que se ha revelado tan cercano que llegó a
asumir el rostro de un hombre, Jesús de Nazaret. Él permanece para
siempre el Dios-con-nosotros —recordemos esto: Emmanuel, Dios con
el
nosotros— y no nos deja solos. Podemos mirar hacia lo alto para reconocer
delante de nosotros nuestro futuro.
En la Ascensión de Jesús, el crucificado resucitado, está la promesa de
nuestra participación en la plenitud de vida junto a Dios.
SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
CICLO A.- (Francisco, Regina Coeli 8 de junio de 2014)
La fiesta de Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los
Apóstoles reunidos en el Cenáculo. El libro de los Hechos de los Apóstoles
describe los signos y los frutos de esa extraordinaria efusión: el viento
fuerte y las llamas de fuego; el miedo desaparece y deja espacio a la
valentía; las lenguas se desatan y todos comprenden el anuncio. Donde
llega el Espíritu de Dios, todo renace y se transfigura. El acontecimiento de
Pentecostés marca el nacimiento de la Iglesia y su manifestación pública; y
nos impresionan dos rasgos: es una Iglesia que sorprende y turba .
Un elemento fundamental de Pentecostés es la sorpresa . Nuestro Dios es
el Dios de las sorpresas, lo sabemos. Nadie se esperaba ya nada de los
discípulos: después de la muerte de Jesús formaban un grupito
insignificante, estaban desconcertados, huérfanos de su Maestro. En
cambio, se verificó un hecho inesperado que suscitó admiración: la gente
quedaba turbada porque cada uno escuchaba a los discípulos hablar en la
propia lengua, contando las grandes obras de Dios (cf. Hch 2, 6-7.11).
La Iglesia que nace en Pentecostés es una comunidad que suscita estupor
porque, con la fuerza que le viene de Dios, anuncia un mensaje nuevo —la
Resurrección de Cristo— con un lenguaje nuevo —el lenguaje universal del
amor. Un anuncio nuevo: Cristo está vivo, ha resucitado; un lenguaje
nuevo: el lenguaje del amor. Los discípulos están revestidos del poder de lo
alto y hablan con valentía —pocos minutos antes eran todos cobardes, pero
ahora hablan con valor y franqueza, con la libertad del Espíritu Santo.
Así está llamada a ser siempre la Iglesia: capaz de sorprender anunciando
a todos que Jesús el Cristo ha vencido la muerte, que los brazos de Dios
están siempre abiertos, que su paciencia está siempre allí esperándonos
para sanarnos, para perdonarnos. Precisamente para esta misión Jesús
resucitado entregó su Espíritu a la Iglesia.
Atención: si la Iglesia está viva, debe sorprender siempre. Sorprender es
característico de la Iglesia viva. Una Iglesia que no tenga la capacidad de
sorprender es una Iglesia débil, enferma, moribunda, y debe ser ingresada
en el sector de cuidados intensivos, ¡cuanto antes!
La Iglesia de Pentecostés es una Iglesia que no se resigna a ser inocua,
demasiado «destilada». No, no se resigna a esto. No quiere ser un elemento
decorativo. Es una Iglesia que no duda en salir afuera, al encuentro de la
gente, para anunciar el mensaje que se le ha confiado, incluso si ese
mensaje molesta o inquieta las conciencias, incluso si ese mensaje trae, tal
vez, problemas; y también, a veces, nos conduce al martirio. Ella nace una
y universal, con una identidad precisa, pero abierta, una Iglesia que abraza
al mundo pero no lo captura; lo deja libre, pero lo abraza. Nosotros, los
cristianos somos libres, y la Iglesia nos quiere libres.
CICLO B.- (Francisco, Regina Coeli 24 de mayo de 2015)
La fiesta de Pentecostés nos hace revivir los inicios de la Iglesia. El libro de
los Hechos de los Apóstoles narra que, cincuenta días después de la Pascua,
en la casa donde se encontraban los discípulos de Jesús, «de repente se
produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba
fuertemente... y se llenaron todos de Espíritu Santo» (2, 1-2).
Esta efusión transformó completamente a los discípulos: el miedo es
remplazado por la valentía, la cerrazón cede el lugar al anuncio y toda duda
es expulsada por la fe llena de amor. Es el «bautismo» de la Iglesia, que así
comenzaba su camino en la historia, guiada por la fuerza del Espíritu Santo.
Ese evento, que cambia el corazón y la vida de los Apóstoles y de los
demás discípulos, repercute inmediatamente fuera del Cenáculo. En efecto,
aquella puerta mantenida cerrada durante cincuenta días, finalmente se
abre de par en par, y la primera comunidad cristiana no permanece más
replegada sobre sí misma, sino que comienza a hablar a la muchedumbre
de diversa procedencia de las grandes cosas que Dios ha hecho (cf. v. 11),
es decir, de la Resurrección de Jesús, que había sido crucificado. Y cada uno
de los presentes escucha hablar a los discípulos en su propia lengua.
La Iglesia no nace aislada, nace universal, una, católica, con una
identidad precisa, abierta a todos, no cerrada, una identidad que abraza al
mundo entero, sin excluir a nadie. A nadie la madre Iglesia cierra la puerta
en la cara, ¡a nadie! Ni siquiera al más pecador, ¡a nadie! Y esto por la
fuerza, por la gracia del Espíritu Santo. La madre Iglesia abre, abre de par
en par sus puertas a todos porque es madre.
El Espíritu Santo, infundido en Pentecostés en el corazón de los discípulos,
es el inicio de una nueva época: la época del testimonio y la fraternidad. Es
un tiempo que viene de lo alto, viene de Dios, como las llamas de fuego que
se posaron sobre la cabeza de cada discípulo. Era la llama del amor que
quema toda aspereza; era la lengua del Evangelio que traspasa los límites
puestos por los hombres y toca los corazones de la muchedumbre, sin
distinción de lengua, raza o nacionalidad.
Como ese día de Pentecostés, el Espíritu Santo es derramado
continuamente también hoy sobre la Iglesia y sobre cada uno de nosotros
para que salgamos de nuestras mediocridades y de nuestras cerrazones y
comuniquemos a todo el mundo el amor misericordioso del Señor.
Comunicar el amor misericordioso del Señor: ¡esta es nuestra misión!
Nos encomendamos a la maternal intercesión de María santísima, que
estaba presente como Madre en medio de los discípulos en el Cenáculo: es
la madre de la Iglesia, la madre de Jesús convertida en madre de la Iglesia.
Nos encomendamos a Ella a fin de que el Espíritu Santo descienda
abundantemente sobre la Iglesia de nuestro tiempo, colme los corazones de
todos los fieles y encienda en ellos el fuego de su amor.
CICLO C.- (Francisco, Regina Coeli 15 de mayo de 2016)
Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, con la que finaliza el tiempo
pascual. La liturgia nos invita a abrir nuestra mente y nuestro corazón al
don del Espíritu Santo. Jesús dice a sus discípulos: «Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito,
para que esté con vosotros para siempre» ( Jn 14, 15-16).
Estas palabras nos recuerdan ante todo que el amor por una persona, y
también por el Señor, se demuestra no con las palabras, sino con los
hechos; y también «cumplir los mandamientos» se debe entender en
sentido existencial, de modo que toda la vida se vea implicada.
En efecto, ser cristianos no significa principalmente pertenecer a una
cierta cultura o adherir a una cierta doctrina, sino más bien vincular la
propia vida, en cada uno de sus aspectos, a la persona de Jesús y, a través
de Él, al Padre. Para esto Jesús promete la efusión del Espíritu Santo a sus
discípulos. Precisamente gracias al Espíritu Santo, Amor que une al Padre y
al Hijo y de ellos procede, todos podemos vivir la vida misma de Jesús.
El Espíritu, en efecto, nos enseña todo, o sea la única cosa indispensable:
amar como ama Dios.
El Espíritu Santo no trae una enseñanza distinta, sino que hace viva, hace
operante la enseñanza de Jesús, para que el tiempo que pasa no la borre o
no la debilite. El Espíritu Santo injerta esta enseñanza dentro de nuestro
corazón, nos ayuda a interiorizarlo, haciendo que se convierta en parte de
nosotros, carne de nuestra carne.
Al mismo tiempo, prepara nuestro corazón para que sea verdaderamente
capaz de recibir las palabras y los ejemplos del Señor. Todas las veces que
se acoge con alegría la palabra de Jesús en nuestro corazón, esto es obra
del Espíritu Santo.