SANTA TERESA DE CALCUTA
Oficialmente fuiste declarada santa.
No era necesaria tal cosa ya que, desde el día de tu muerte, la gente te
reconocía como tal.
Mucho antes de tu muerte ya te reconocían como santa cada uno de tus
pobres de la lejana Calcuta.
Te reconocían como santa aquellos que podían morir viendo la cercanía de
tu rostro.
Te reconocían como santa aquellos niños que te descubrían como madre en
medio de su abandono y miseria.
Te reconocían como santa aquellos leprosos que se sabían aceptados como
seres humanos por tu mirada cálida y tus manos nudosas.
Fuiste santa por tu incansable amor por los pobres.
Fuiste declarada santa porque, a más de pobre, eras cercana a cada uno de
ellos.
Fuiste declarada santa porque supiste amar en ellos a Jesús que siempre
está esperando ser amado.
Fuiste declarada santa porque ese Jesús que estaba en ti lo hiciste regalo
para los más necesitados desde tu entrega desinteresada.
Muchas veces habrás concluido tu día agotada de tanta miseria, de tantas
necesidades y de tanto dolor.
Siempre comenzaste la actividad de tu jornada con el encuentro animoso
con tu amigo Jesús.
Allí encontrabas fortaleza y sonrisas para salir al encuentro de las calles y
sus pobrezas.
No te era necesario transitar muchas cuadras para encontrarte con quienes
tenían la remota esperanza de un algo de luz y paz.
Eran moribundos que agonizaban en medio de soledad y heces.
Eran niños abandonados cubiertos de moscas o asediados por las ratas.
Eran pordioseros que apenas podían con su pobreza y algunos jirones de
humanidad.
Allí te detenías tú para brindar una palabra y una sonrisa.
Allí te detenías para acunar en tus brazos y der un algo de calor humano.
Allí te detenías para conducir hasta una mesa con un humilde plato de
comida humeante.
Tu cuerpo se fue haciendo más y más pequeño desgastado de tanta
entrega.
Las arrugas de tu rostro se fueron haciendo surcos más profundos porque la
miseria de los demás no te era indiferente.
Tu actividad resultaba apasionante para otros muchos y se hicieron
prolongación de tus manos y de tus rezos.
Tus presencias abrieron hogares, moritorios, lazaretos y orfanatos.
El mundo te observaba con admiración y reconocimiento.
Recibiste cientos de distinciones, la declaración oficial de tu santidad ha sido
la última, pero ninguna tan reconfortante como la mirada de aquel pobre
que volvía a aferrarse a la esperanza mirando tus ojos cálidos.
Ninguna distinción más importante que aquella sonrisa que nacía al calor de
tu sonrisa.
Tu opción de vida era servir a Jesús en cada necesitado que se cruzase en
tu camino.
Era un camino de tarea interminable y de solidaridad sin miras de un final.
Siempre, en alguna acera, habría alguien esperando tu paso.
Tu paso cada vez más desgastado.
Tu paso cada vez más pleno de Jesús.
Tu paso cada vez más humanos y cercanos.
Tus pasos cada vez más santos para contagiar de tu amor y entrega.
Padre Martín Ponce de León S.D.B.