Las izquierdas y las derechas.
Ángel Gutiérrez Sanz
Para un ciudadano occidental sería difícil de entender el entramado político sin una referencia
expresa a las derechas y a las izquierdas; ¿A qué quedaría reducida la vida política de un país
cualquiera de nuestro entorno cultural si prescindimos del debate encarnizado que mantienen
ambos bandos políticos? Y sin embargo esto de las derechas y las izquierdas es un invento
relativamente reciente, que no va más allá del 14 de Julio de 1789, inserto en el marco de la
revolución francesa, en que tuvo lugar el ya famoso debate entre los Girondinos, a favor del
monarca y los Jacobinos en contra. El caso es que aquellos se sentaron a la derecha del
presidente de la Asamblea y éstos a la izquierda, seguramente para así facilitar el dialogo o el
recuento de votos y este fue el motivo por el que se les asignó esta denominación
ubicacional, que con el tiempo fue adquiriendo, cuerpo llenándose cada vez más de contenido
y radicalidad, hasta llegar a constituirse en formaciones políticas irreconciliables, por las que
había que tomar partido, si no querías quedarte huérfano políticamente hablando.
Los argumentos esgrimidos para justificar la existencia de ambas posiciones a primera vista
parecen concluyentes. Así se dice: debido a que entre los ciudadanos existen diferentes
sensibilidades políticas es obligado que se oferten alternativas diferentes para que se pueda
elegir entre ellas. Dado que la perpetuidad en el poder corrompe ha de haber una fuerza de
repuesto que permita el cambio. Ya que puede haber excesos o errores en la gestión de la “res
pública”, bueno es que haya una oposición que denuncie y salga al paso de los mismos en
cualquier momento. Todo esto que se dice puede ser verdad, pero no es toda la verdad.
Desde dentro cada ideología es vista como modelo perfecto y acabado, cierto es que las
lealtades inquebrantables hacen el milagro de que los respectivos simpatizantes sólo tengan
ojos para ver excelencias en la propia casa y defectos en la de los demás, no reparando en que
lo bueno y lo malo está bastante repartido, sin que nadie sea poseedor absoluto de la verdad y
del bien. El militante de izquierdas está convencido de que sirve a la mejor de las causas y esto
mismo le sucede al militante de derechas, por cuya razón unos y otros acaban celebrando sus
triunfos como si fueran los triunfos de la nación, como si ello fuera lo mejor para el conjunto
de la ciudadanía. Esto que decimos de la derecha o de la izquierda vale también para el centro
o cualquier otra bandería política.
Desde fuera en cambio las cosas se ven de otra manera, siendo los hechos de cada día los que
se encargan de decirnos que la imagen idealizada de los partidos no se corresponde con la
realidad. De aquí que existan razones para pensar que las banderías políticas tienen, como no,
su lado negativo, que tanto cuesta admitir al fanatismo sectario. Por mucho que nos
empeñemos, tendremos que reconocer que los políticos españoles de uno u otro signo han
estado muy lejos de esa ejemplaridad exigible, hasta el punto de que alguien ha podido decir
que todos hablan mal de todos y todos llevan parte de razón. Aquí sí que se podría decir
aquello de que quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra; pero aún así nadie
quiere bajar de su pedestal y cuando uno es acusado de corruptelas, de ambición, de poder,
de mentiras, de incumplimiento de promesas, de falta de compromiso, etc., el otro se
defiende y se consuela diciendo y tú más.
Llevamos muchos años en España donde ni las personas ni las instituciones han dado
muestras de una ejemplaridad excesiva que digamos y lo más preocupante de todo es que
existe un sentimiento ciudadano generalizado de resignación, que hace que nos vayamos
conformando con lo que tenemos, contentándonos con poder elegir entre lo malo y lo peor.
Nos hemos ido acostumbrando a ser espectadores pasivos del debate infructuoso entre las
izquierdas y derechas, como si esto fuera la quinta esencia de la actividad política . Durante
más de cuarenta años hemos vivido preocupados por si España se vestía de rojo o de azul. Los
españoles, divididos en dos bandos, hemos asistido pacientemente al cambio de relevo entre
dos viejos partidos que dan muestras de cansancio y agotamiento, pero con voluntad de
perpetuarse por los siglos de los siglos.
Durante este largo periodo nos hemos ido acostumbrando a la práctica de las malas artes en
política, donde las zancadillas, codazos o golpes bajos a los adversario han estado a la orden
del día. Este ha sido un tiempo en el que no se ha avanzado nada en orden a la reconciliación,
por el contrario la rivalidad entre los dos bandos se ha intensificado, hurgando en las heridas
que creíamos cicatrizadas. Hemos hecho bien poco para que la dialéctica de la
confraternización se impusiera sobre la dialéctica del odio y el rencor.
Ante este panorama uno no puede por menos que rebelarse contra el fariseísmo conformista.
¿Por qué hemos de vernos obligados a elegir entre las derechas y las izquierdas? ¿Por qué
contentarnos con un mal menor cuando podemos aspirar a un bien mayor que a todos
satisface, que a todos favorece y además une en lugar de dividir? La superación de las
confrontaciones políticas sería posible con sólo sustituir las ideologías partidistas por ideales
universales humanitarios, a sabiendas de que lo que no pueda conseguir la revolución del
amor no lo va a poder conseguir ningún otro tipo de revolución .
Hace ya tiempo que se viene hablando de que ha llegado el final de las ideología, que éstas son
algo perteneciente al pasado y lo que la gente necesita hoy es que las cosas se hagan como
Dios manda, es decir con eficacia, con justicia y con honestidad. Lo que la gente pide para sí y
para los demás es poder vivir dignamente y en paz, con un techo donde poder cobijarse y un
trabajo seguro que le permita sacar adelante a su familia sin sobresaltos. En su día bien dijo
Deng Xiaoping que :“ Lo importante no es que el gato sea blanco o sea negro, sino que cace
ratones”. Sin derechas y sin izquierdas claro que se puede vivir, como no se puede vivir es sin
el respeto a los derechos más fundamentales que garantizan la libertad y dignidad de la
persona.