¿Por qué nos hacemos daño?
P. Fernando Pascual
29-10-2016
Un vecino riega, a sabiendas, las plantas para que el agua caiga hacia la ventana del vecino del piso de
abajo. Simplemente quiere molestar.
Un esposo aprieta el tubo de la pasta de dientes a la mitad, porque sabe que eso hace saltar los nervios
de su esposa.
Un trabajador habla en voz alta para que sus palabras lleguen nítidamente a un compañero al que sabe
que le crea dolor de cabeza ese comportamiento.
La lista es larga. Miles de personas hacen daño, a propósito, a otros. A los de cerca, a los de lejos,
incluso a alguien contactado a través de una red social.
También ocurre esto entre quienes nos declaramos católicos. Nos hacemos daño en la familia, en la
parroquia, en el trabajo, en el barrio.
¿Por qué nos hacemos daño? ¿Por qué ese extraño “instinto” de fastidiar? Unos, para vengarse. Otros,
para mostrar su superioridad. Otros, simplemente, como diversión o por antipatías sin mayor
fundamento.
Si, además, la otra parte responde con un comportamiento parecido, el daño se vuelve recíproco. Hoy
uno insulta en Facebook. Mañana el otro responde públicamente, para humillar al primero.
San Pablo denunciaba este fenómeno, presente ya en las primeras comunidades, que no eran tan
maravillosas como algunos, con una mirada distorsionada e idealizante, imaginan.
“Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero
si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis mutuamente a destruiros!” ( Ga 5,14-15)
También la carta de Santiago afronta y denuncia este fenómeno: “¿De dónde proceden las guerras y las
contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros? ¿Codiciáis y
no poseéis? Matáis. ¿Envidiáis y no podéis conseguir? Combatís y hacéis la guerra. No tenéis porque
no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones” ( St
4,1-3).
El dinamismo perverso de hacerse daño mutuamente se vence con el dinamismo del perdón, de la
humildad, del servicio, del pensar antes en el bien de los demás. Es la enseñanza que nos dejó san
Pablo, como parte central del Evangelio de Cristo:
“Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás
como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tened entre
vosotros los mismos sentimientos que Cristo...” ( Flp 2,3-5).
¿Por qué nos hacemos daño? Porque pensamos ganar algo a costa de la derrota del otro, cuando en
realidad perdemos, ahora y para la vida eterna. En cambio, cuando descubra lo mucho que embellece la
vida del otro y mi propia vida el vivir como cristiano, con mansedumbre y humildad, habré aprendido a
tener los sentimientos de Cristo, y buscaré ayudar a los otros, desde un cariño sincero y sacrificado.