Escándalos que no escandalizan
Ángel Gutiérrez Sanz
El polémico caso de Ramón Espinar se ha hecho presente estos días en los
medios de comunicación y en las redes sociales, como sucediera con tantos
otros; ello nos da pie para poner de manifiesto las contraposiciones
existentes en nuestra sociedad. Al citado personaje, muy crítico por cierto
con la especulación de pisos, se le acusa de lo mismo que él denunció y
sobre todo de emplear una doble vara de medir, una aplicada al
comportamiento de los demás y otra aplicada al propio comportamiento;
esto último precisamente es lo que ha producido indignación en no pocos
ciudadanos, enojados no tanto por el hecho en sí, muy frecuente según
parece, sino porque el personaje es alguien que iba de moralista por la
vida.
No es mi intención entrar en los pormenores de este asunto que afecta al
senador podemita , pues en última instancia habrán de ser los jueces, si
procede, quienes deberán hacerlo; aún así el caso en cuestión da pie para
poner de manifiesto ciertas incoherencias en que está inmerso el mundillo
de la política, donde se están viviendo espectáculos bochornosos de
enfrentamiento entre bandos rivales, que se acusan y critican mutuamente,
lo cual no dejaría de ser un ejercicio saludable si se hiciera con honestidad.
En estos habituales rifi-rafes es de admirar el dominio del arte de la
dialéctica por parte de unos y de otros para atacar o defender según
convenga, todo depende que el sujeto en cuestión pertenezca al propio
bando o al contrario. Para ello se recurre a las medias verdades, a la libre
interpretación de los hechos, a veces sacados de contexto, a la ambivalencia
y eufemismos; todo puede servir con tal de salvar al compañero de filas o
poner al adversario entre las cuerdas. Naturalmente es a los otros a los que
hay que tratar con todo rigor del mundo, mientras que para los nuestros
sólo tenemos palabras exculpatorias.
No hay ecuanimidad en nuestros juicios, ni medimos a todos con el mismo
rasero, sino que nos dejamos llevar por nuestra simpatías y nuestras fobias
y esto en manera alguna podemos decir que sea jugar limpio. Yo estoy
seguro que si las exigencias que tenemos para con los demás las tuviéramos
con nosotros mismos y con los nuestros el panorama cambiaría de
inmediato.
Los humanos somos proclives a ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga
en el propio. Somos también generosos en palabras, pero parcos en hechos;
nos gusta mucho predicar, pero a la hora de dar trigo tratamos de
escabullirnos y todo esto a la larga acaba pasándonos factura.
La crítica implacable no deja de ser un ejercicio arriesgado y
comprometido, por aquello de que “ el que esté libre de pecado que arroje
la primera piedra”… Por eso muchos de los considerados maestros de la
humanidad, curándose en salud, ya nos advertían de antemano que
debiéramos hacerles caso en lo que nos dicen y no en lo que ellos hacen.
Consejo éste que por supuesto no ésta exento de cierto cinismo; pero aún
así habría que reconocer que nuestra sociedad necesita de gente valiente
que se atreva a denunciar todos los excesos y corruptelas, sobre todo las
institucionalizadas.
Cierto que lo mejor es predicar con el ejemplo; pero en cualquier caso
bueno es hablar cuando la ocasión lo requiere, antes que permanecer
indiferentes y callados como perros mudos. El caso Lutero, traído a la
palestra recientemente por el Papa Francisco, viene a corroborar esto que
estoy diciendo.
Otra de las contradicciones, que engendra confusionismo, es la disparidad
existente entre el ordenamiento jurídico y el criterio moral. Vivimos en una
sociedad donde lo legal y lo ético no se corresponden, hasta el punto de que
la ley civil permite y ampara comportamientos que la moral reprueba. Sólo
tenemos que prestar oído a las acusaciones que unos formulan contra los
otros y las razones en que las fundamentan.
Cuando se juzga a un personaje público todo puede acabar con la famosa
frase que ya conocemos de memoria: “Su comportamiento fue
escrupulosamente ajustado a ley, pero no fue ético”. ¿Qué quiere decir
esto? Pues sencillamente que en nuestro ordenamiento jurídico existen
leyes que no son éticas, lo cual no deja de ser sorprendente, toda vez que
una ley contraria a la ética carece de legitimación y más difícil de explicar
todavía es que nos escandalicemos ante el inmoral comportamiento de las
personas y no lo hagamos al constatar la falta de moralidad de las propias
leyes, que imponen los que nos gobiernan. Nos escandalizamos por lo
menor y no por lo mayor, es decir estamos colando los mosquitos mientras
nos tragamos los camellos . ¿No es esto un ejercicio intolerable de
hipocresía?
El positivismo jurídico que impera en nuestro régimen parlamentario es
manifiestamente mejorable, pero nadie se atreve a cuestionarlo. De todos es
sabido que a la hora de sacar adelante una ley lo que vale es el recuento de
votos y no las razones éticas profundas que pudiera haber detrás. Las
discusiones parlamentarias que preceden a la aprobación de la ley no están
inspiradas en consideraciones éticas sino en los oportunismos y en las
distintas ideologías en que se sustentan los partidos. No es el bien moral ni
la ley natural los referentes objetivos a los que se recurre, ni hay un
principio supremo regulador que esté por encima de las opiniones mutables
de los políticos, que hoy pueden ser unas y mañana pueden ser otras según
las circunstancias
La casta política se ha convertido en déspota de los tiempos modernos,
autoproclamándose autoridad absoluta para decidir lo que está bien y lo que
está mal. Desde sus respectivas ideologías secularizadas y sectarias no deja
de adoctrinarnos con discursos hipócritamente moralizantes, en los que los
valores se invierten y la rectitud ética queda sustituida por lo políticamente
correcto.
Es así como han ido apareciendo leyes inicuas, fruto de una arbitrariedad
caprichosa, tan injustas como aberrantes, que niegan el derecho a la
existencia de los nascituros o las procedentes de la igualdad de género,
que debieran producir sonrojo; pero la gente se ha ido acostumbrando a
ellas y esto es la mayor desgracia que pudiera sucedernos.
Hace tiempo que llevamos recogiendo los frutos amargos de un pernicioso
positivismo jurídico, sin que ello haya producido una alarma social. Algún
día tendremos que despertar y ser conscientes de que lo que necesitamos no
son legalismos sino Justicia con mayúscula, para que el débil deje de ser
explotado; lo que nos hace falta son grandes dosis de honradez y
mecanismos eficaces de control, capaces de frenar tanta corrupción y
abusos de poder por parte de la casta; pero sobre todo es urgente que nos
demos cuenta de que la ética ha de volver a la política para que las cosas
queden en su sitio y el bien común prevalezca sobre los intereses
particulares. Si hemos de escandalizarnos por algo, que no sea tanto por los
comportamientos irregulares de personas particulares, cuanto por las leyes
inmorales que lo permiten.