Gobernantes que imponen sus ideas
P. Fernando Pascual
1–1–2017
Un gobernante tiene siempre ideas que sirven de base para su trabajo. Si las ideas son buenas,
promoverán el bien general de la gente. Si son malas, provocarán daños más o menos graves.
Es imposible que un gobernante deje de lado sus ideas. Si fue honesto, las habrá presentado en el
programa electoral. La gente le votó en vistas a ese programa: el gobernante elegido tiene el deber de
respetarlo.
Los problemas empiezan cuando el gobernante no se limita a poner en marcha sus ideas, sino que
además busca imponerlas a todos. Eso ocurre cuando implementa mecanismos concretos para que sus
ideas sean enseñadas de modos más o menos agresivos a la gente, y para acallar a los que piensan de
otra manera.
Por ejemplo, si busca leyes o medidas administrativas contra los que sostienen ideas diferentes y a
favor de quienes apoyan las suyas (aunque sean la mayoría). O si concede subvenciones a los medios
afines al gobierno, mientras busca medidas que limiten o incluso silencien a los opositores.
Esos métodos muestran una actitud claramente totalitaria. En primer lugar, porque los gobernantes
usan cargos públicos para promover agendas de grupo. En segundo lugar, porque dañan o incluso
penalizan la sana pluralidad que caracteriza a las sociedades libres.
La tentación del poder daña a muchos, pero con un poco de sentido de justicia y una correcta visión de
lo que significa gobernar se pueden evitar este tipo de actitudes. Porque un gobernante necesita
recordar que el poder está orientado al bien común, no al servicio de las propias preferencias
ideológicas en contra del legítimo pluralismo.
En un mundo donde grupos de poder buscan silenciar a quienes defienden sus ideas, hace falta
denunciar sus actuaciones totalitarias y promover ámbitos de libertad y de justicia. Entonces todas las
ideas podrán ser expresadas y promovidas libremente, en el respeto de las exigencias del bien común y
en vistas a una mejor comprensión de la realidad en la que vivimos.