Una táctica destructora
P. Fernando Pascual
7–1–2017
Discutir no resulta fácil, pero es hermoso cuando se hace desde la honestidad y el respeto que merecen
las personas cuando confrontan sus ideas.
Existe, sin embargo, una larga historia de discusiones que se construyen desde una táctica destructora:
aplastar una idea a costa de denigrar a quien la defiende.
La táctica puede tener variantes diferentes. Algunos se burlan de aspectos personales, físicos,
familiares, incluso del apellido, del “adversario”.
Otros miran a su pasado o al pasado de quienes defienden ideas parecidas, de forma que se arrincone al
otro a través de una historia que lo paraliza.
Otros prefieren anular al contrincante con palabras altisonantes o con slogans que lo caricaturicen con
matices despreciables: ávido, populista, totalitario, fascista, fundamentalista, y un largo etcétera.
En el ámbito religioso, no faltan quienes recurren a esta táctica destructora. Basta con acusar al otro de
fanático, fariseo, víctima de un lavado de cerebro, o proselitista sin escrúpulos, para no abordar en serio
sus propuestas.
En el ser humano existe el peligro de este tipo de comportamientos, que pueden tener raíces diferentes,
pero que se caracterizan por faltar al mínimo respeto que los otros merecen y por buscar su
aniquilación desde etiquetas reductivas y ridiculizantes.
Gracias a Dios, también hay quienes evitan este tipo de comportamientos y reconocen la dignidad de
aquel con quien discuten. Seguramente no comparten algunas de sus ideas, pero saben distinguir
claramente entre lo que uno es y lo que defiende.
Solo con un auténtico respeto hacia el otro es posible entablar diálogos serenos, donde se evitan
fórmulas llenas de desprecio y muchas veces distorsionadas, y donde los que proponen ideas diferentes
profundizan, poco a poco, en el núcleo de los argumentos. Así sabrán distinguir entre lo que merezca
ser corregido y lo que conserva un valor de verdad condivisible.