Cuando queremos controlar a Dios
P. Fernando Pascual
4–3–2017
Varios meses de sequía. Una oración intensa para que llueva. Procesiones, rosarios, misas. La mirada
al cielo. Nada. Ni siquiera una nube que anime los corazones.
Una enfermedad imprevista. La madre llora, suplica, va de un hospital a otro. Anhela encontrar una
puerta hacia la curación, un médico que dé confianza. Reza y reza. Silencio.
La ruina de la propia patria. Un gobierno pésimo, un pueblo dividido, grupos políticos que promueven
odio y sangre. Oraciones por la paz, la concordia, la justicia. Un día trágico explota la guerra civil que
tantos temían.
A veces parece que quisiéramos controlar a Dios. Si es Bueno, si busca ayudar a sus hijos, si tantas
veces ha intervenido en la historia humana, ¿por qué no esperar que repita ahora un milagro?
La respuesta, sin embargo, no llega. Hacemos nuestra la oración de Sión: “Yahveh me ha abandonado,
el Señor me ha olvidado” (Is 49,14). O la que leemos en el Sirácide: “Renueva las señales, repite tus
maravillas, glorifica tu mano y tu brazo derecho” (Si 36,5).
Su consuelo no llega, aunque leemos en la Escritura: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin
compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en
las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente” (Is 49,15–16).
Pero el silencio nos abruma. La lluvia no llega. El hijo empeora. La guerra civil destruye miles de
familias. ¿Por qué ese extraño silencio? El alma, inquieta, grita a Dios: “¿Hasta cuándo, Yahveh, me
olvidarás? ¿Por siempre? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?” (Sal 13,2)
Es cierto: no podemos controlar tus designios, como Tú tampoco puedes suprimir la libertad de
quienes provocan tantas lágrimas. Solo nos queda mirar a Cristo crucificado: también Él tuvo que
pasar por un cáliz amargo, por una pena que deseaba evitar.
Cuando llegue el día de la Pascua de cada uno comprenderemos. Ahora nos queda abandonarnos entre
tus manos y confiar. Lo que Tú decidas es parte de un plan misterioso. No podemos controlarlo, pero sí
podemos vivirlo como el Hijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46). Hágase, Señor, tu
voluntad...