Sobre la objetividad: ¿quién la garantiza?
P. Fernando Pascual
31–3–2017
Una persona defiende una tesis. Prepara un artículo o un libro. Lo publica en una página de Internet, un
periódico o una editorial.
La tesis puede ser buena o mala, bien argumentada o con pocos argumentos. Pero el lugar donde se
publique, ¿resulta relevante?
Muchos piensan que sí. Si el texto es publicado por una editorial católica, será declarado por algunos
como poco objetivo, sin fijarse en los argumentos.
En cambio, si se publica en una editorial “generalista”, famosa, de gran difusión y alabada por su
seriedad, tendrá mejores garantías de ser estudiado atentamente.
Este modo de evaluar los textos supone dos graves errores. El primero consiste en creer que lo que se
publica en un lugar que defiende ciertas ideas, automáticamente no merece la atención.
El segundo error es más sutil: suponer que lo publicado en grandes medios de difusión ya adquiere
automáticamente garantías de seriedad y merece ser analizado con cierto interés.
Los dos errores están conectados entre sí, porque se construyen sobre un prejuicio común: suponer, sin
una seria investigación, que algunos medios de difusión son objetivos, mientras que otros carecen de
objetividad.
Ese prejuicio incurre en una grave falta de seriedad, precisamente porque tilda a unos como “buenos”
(los que serían más objetivos, más científicos, más honestos) y a otros como “malos” (los que serían
menos objetivos, menos científicos, menos honestos) sin haber hecho las investigaciones necesarias
para alcanzar tales conclusiones.
Solo cuando se han llevado a cabo estudios serios sobre la objetividad de lo que publican unos u otros
es posible avanzar hacia una evaluación más correcta sobre este asunto. Pero aquí es fácil incurrir en la
famosa paradoja del pez que se muerde la cola: ¿quién garantiza que tales estudios son objetivos?
El problema de cómo evaluar la objetividad de textos y de quienes los publican resulta, así,
difícilmente superable, precisamente porque no existe ningún ser humano que no tenga, sobre
cualquier asunto, modos concretos de estudiarlos que dependen de prejuicios más o menos explícitos.
Entones, ¿quién garantiza la objetividad? Un ulterior paso para alcanzar algo de luz en este tema se
consigue si cada persona que evalúa escritos y editoriales pone sobre la mesa sus opiniones personales.
Al menos sabremos lo que cree el evaluador, y en qué medida sus creencias puedan condicionar sus
modos de emitir juicios sobre unos y sobre otros.