REPARTIR SIMPATÍAS

Padre Pedrojosé Ynaraja

Hubo tiempos que lo importante era la palabra, según cuentan. Tal vez el descubrimiento de la imprenta y la utilización multiplicada del papel, mucho más barato que el pergamino y más consistente que el papiro, animó a escribir y escribir textos, que hoy, muchos de ellos, nos parecen pesados, incapaces como somos de asimilar totalmente su contenido. A fuer de sinceros hay que reconocer que, hoy por hoy, lo actual resulta ser la imagen. El aforismo de origen chino, pero frecuentemente atribuido al sorprendente artista Man Ray: una imagen vale por mil palabras, es de reiterada actualidad. He dicho hoy por hoy, porque a la chita callando, va perdiendo valor. Y no se me aduzca la tan habitual utilización de los emoticones, a los que no les auguro muchos años.

La imagen que subyuga y parece convencer es la personal, la gestual. Hay gente dotada de simpatía y cierto atractivo que se aprovecha de ello. Se cree dotada de poderes superiores en todos los campos, siendo superficiales, comúnmente, sus saberes. Su quehacer diario es levantarse y salir a repartir simpatías. Su tarea, su responsabilidad, su vocación, la reduce a esta sin duda cualidad. Y la gente le cree y lo valora. ¡Cuántos juicios favorables se reducen al simple elogio de que la persona mencionada es muy simpática! Como si fuera el más precioso don que necesita nuestro mundo, nuestra Iglesia. Detrás de este proceder ¿Qué vendrá luego?

La simpatía cautiva, seduce, pero si se reduce exclusivamente a esta facultad personal, quien la posee debe desaparecer pronto. Sus seguidores esperarán, le exigirán ser consecuente y resulta que ni sabe, ni está preparada para ello. Debe por consiguiente emigrar, dejando un recuerdo simpático y, con frecuencia, el descredito de los que responsablemente se habían entregado allí a ardua labor de hormiguita laboriosa.

Por si alguno no se ha dado cuenta, advierto que estoy pensando principalmente en episodios que ocurren en colectivos o iniciales comunidades de signo cristiano. Importante o humilde, la entidad va caminando a su ritmo y un día aparece alguien por propia iniciativa o porque le han invitado, observa el panorama y a la personalidad del que a su modo dirige el grupo. Sonríe y lanza su perorata que deslumbra. Entusiasma su lenguaje, su gracia, su soltura. Seguramente sin que se den cuenta, está desacreditando lo que hasta entonces se viene haciendo, lo que lo que, poco a poco iba progresando. Tal vez estaban parados, ahora atónitos, descubren sus desvíos. Y nada más, para su triste desencanto.

 

Acaba y marcha, deja buen recuerdo, pero recuerdo estéril. Nadie se da cuenta. La simpatía deslumbra, no deja ver el trasfondo, que, en la mayoría de los casos, es pura vanidad. Y si este protagonista sabe guitarrear y explicar chistes ¡Dios nos coja confesados! Jesús nunca se hizo el simpático. Fue serio, pero siempre consecuente. Murió aparentemente fracasado, pero perdura su mensaje.

Ya lo he insinuado antes, la actitud de simpatía deslumbrante, va acompañada casi siempre de eterna sonrisa. La gente que sin conocerte, sin presentarse o ser presentada, es inmóvil estatua sonriente, me da miedo. De idéntica manera, quien ante cualquier circunstancia en la que alguien va a sacar una foto y se da cuenta, de inmediato sonríe y mira a la cámara, me irrita sobremanera.

Cuando observo a tales personar que se creen atractivas por su expresión jocosa que no abandonan nunca y si no atiendes a tal gesto, te miran y remiran, para que compruebes que la mueca que te ofrecen es de gran valor y no debe uno olvidarlo nunca, produce en mi interior una reacción adversa. No sé si su interior es festivo y florece en su faz la sonrisa, o se está riendo irónicamente de mí. Aprecio el gesto serio, pero no ofensivo, ni tampoco dolorido, tan propio de aquellas histéricas personas que si en algún momento nada les aflige, no se sienten satisfechas.

Cuando anunciaron que un nuevo papa había sido elegido, me apresuré a contemplar su presentación televisiva. Apareció enseguida en el balcón con gesto severo, a su apellido le faltaba atractivo y yo desconocía su origen. Me sorprendió desagradablemente. Pero pocos segundos después, miró a la multitud con gesto amable y comunicativo, casi dulce, y pidió una oración por él. Silencio. Por el Papa Francisco sentí un gran interés y simpatía de inmediato, que sigo igualmente teniéndolo.

Recuerdo otro papa cuya mirada casi era ofensiva vista en foto, era Pablo VI. Mi primer viaje a Roma lo hice en el agotador “ferragosto” tan propio de aquellos paisajes y siendo obispo de Roma el papa mencionado. No olvidaré dos hechos que fueron para mí un don de Dios. Nos desplazamos a Castel Gandolfo en el 2CV que nos había permitido llegar a la ciudad eterna. Llegamos tarde y un gentío abrazaba la totalidad de la fachada de la residencia pontificia. Acabó la alocución que escuchamos por megafonía y el Papa Montini salió a una ventana. Nos saludó advirtiendo que valoraba la fatiga que suponía haber estado al sol esperando verle. Su gesto era serio, pero denotaba sensibilidad, ternura. Leí más tarde que él era consciente de carecer de fotogenia y no por ello se “disfrazó de payaso” nunca. Le bastó ser acogedor y honesto, para ser aceptado.

Poco después, empezando a disolverse la multitud, distinguí que una de las indias que se habían cruzado entre la gente que llegaba, no era india, como habíamos imaginado cuando las vimos de espaldas, procedente del subcontinente asiático: era la M. Teresa de Calcuta, no muy conocida por aquel entonces. Observé que quienes se acercaron a saludarla se dirigían a ella en inglés, lengua en la que no podía comunicarme. Observé sus ademanes sencillos, comunicativos y esperanzadores, hice lo único que sé hacer siempre: saqué unas fotos.