DISFRUTÉ
EL SOL
El sol se negaba a brillar.
Transitaba, oculto por las
nubes, su camino interminable de días.
Las nubes se empeñaban en
no permitir que sus rayos disimularan el frío.
La niebla aprovechaba la
ausencia de rayos de sol para permanecer entrada ya la mañana.
Por momentos buscaba algún
resquicio de luz para evitar la niebla que humedecía todo con sus gotas
finísimas.
La mañana gastaba sus horas
y el sol no se asomaba por ningún lugar.
Frío, humedad y gris hacían
opaca la mañana.
La tarde se presentó de
igual forma.
Repentinamente, al abrir
una puerta, una cálida bocanada de sol me colmó.
El cielo continuaba gris y,
pese a ello, yo podía disfrutar del sol y su sonrisa.
Podía disfrutar del sol y su cercanía.
Podía disfrutar del sol y
su calidez.
El día adquiría un sentido
único.
El día se tornaba
increíblemente disfrutable.
Entre paz y tranquilidad
brillaba el sol.
Entre mil tonos de verde
brillaba el sol.
Entre cuentos y relatos brillaba el sol.
El sol de mates compartidos
y sonrisas regaladas.
El sol de amistad y
cercanía.
El sol que acaricia el alma
y reconforta al corazón.
El sol me iluminaba trozos
de su vida y lugares elocuentes.
Nada me resultaba
indiferente.
Todo adquiría una dimensión
nueva.
Cada espacio sencillo y
simple que iluminaba me permitía adentrarme a él.
Podía experimentar me
adentraba al sol porque el sol se introducía en mi interior.
Yo le contaba de mis cosas
y el sol sonreía obsequiándome de su calidez.
Poco a poco me iba
envolviendo con su tibieza y dejarle hacer me reconfortaba y gratificaba.
Disfrutaba cada instante,
mi día se tornaba pleno.
No podía dejar de agradecer
tal experiencia.
No podía no sentirme
extremadamente privilegiado.
Dios, una vez más, me
mimaba pudiendo disfrutar a raudales de un sol solo para mí.
Sentía que, durante la
tarde, el sol era para mí un sobrado motivo de regocijo y gratitud.
Sentía no era merecedor de
tal privilegio pero no podía dejar de beber cada trago de delicadeza que, desde
su sonrisa, me obsequiaba el sol.
Luego, como todas las cosas
de la vida, debí cerrar la puerta.
Volví al día frío, húmedo y
gris pero ya nada era lo mismo.
Volvía a las actividades y
tareas con las que debía cumplir pero todo era distinto.
Dios me había permitido
disfrutar del sol y ello había cambiado mi día.
Siempre, Dios, nos obsequia
trozos de su sol.
Dios jamás nos permite
hundirnos en el frío y lo gris.
Dios nos regala el sol para
que esbocemos una sonrisa y nuestra vida sea “buena noticia”.
Por más que nos rodee lo
gris debemos estar dispuestos a buscar al sol.
Nunca es tarde para dejar
que el sol inunde nuestra vida.
Siempre debemos disfrutar
cada trozo de sol que, hecho sonrisa, nos hace saber no estamos solos.
Estaba gris, abrí la puerta
y pude disfrutar del sol.
Padre Martin Ponce de León
S.D.B