El primer domingo de julio se celebra la Jornada de Responsabilidad del Tráfico. Este no es un asunto ajeno a la reflexión ética. Ya el profesor Bernhard Häring dedicaba unas breves líneas a la obligación moral de evitar en lo posible los accidentes, “aplicando atención, moderación en la velocidad y observación de las normas del tráfico”.
Es evidente que el tráfico y la movilidad son fenómenos que caracterizan de forma muy especial a esta sociedad. El uso de los carburantes derivados del petróleo y el avance de la técnica han hecho posible que las personas se trasladen de un lugar a otro, por tierra, mar y aire, con una velocidad que nadie podría haber imaginado en épocas pasadas.
Ahora bien, las posibilidades técnicas siempre traen consigo unas cuantas preguntas de tipo ético. No todo lo que es posible hacer ha de poder llevarse a cabo. O, al menos, la realización de tales posibilidades siempre habrá de despertar algunos interrogantes éticos.
El Concilio Vaticano II lamentaba las
conductas de “quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad
viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades
sociales”. Entre los que menosprecian las leyes y las normas sociales,
mencionaba a quienes “subestiman ciertas normas de la vida social; por ejemplo,
las referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin preocuparse de
que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida del prójimo” (GS 30).
La ética referente a las personas implicadas en el tráfico ha de preguntarse por qué prefieren éstas el desentendimiento al entendimiento, el descompromiso al compromiso, la ignorancia del otro a la atención empática del otro.
El mundo no puede ser
calificado como desarrollado solamente en virtud de los progresos técnicos,
sino sobre todo por sus avances éticos.
Y en esa tarea estamos comprometidos tanto los creyentes como los no
creyentes. A fin de cuentas, como escribía el poeta León Felipe, “el hombre es
lo que importa”.
José-Román Flecha Andrés