ENTUSIASMOS VICIADOS, ENTUSIASMOS DE ENSUEÑO (2)

 

Padre Pedrojosé Ynaraja

 

Inmediatamente después de enviar el último artículo, como siempre me ocurre, empecé a llevarme yo mismo la contraria y a pensar cual debía se la redacción del próximo, del que ahora estoy escribiendo.

 

Lo primero que constaté es que, sin quitarme yo la razón sobre lo que había escrito, reconocía que honradamente podría deducirse, que pensaba que nuestra cultura era una realidad triste. Que estaba enferma de melancolía o que, si estaba en lo cierto, era lamentable la situación de nuestro pueblo.

 

Me vino a la mente entonces la actitud de la gran masa que asiste por estas tierras donde habito a los partidos de futbol, a los forofos de ciertos equipos míticos. Los gritos que se vociferaban cuando se mete un gol, no son demostraciones de angustia. ¿Es entusiasmo? En el reverso de tal situación está la derrota, cierta humillación del otro equipo, la desgana o indiferencia, el desdén con que se le miraba. No, aquel entusiasmo está viciado, no es felicidad plena. Un deporte que suscita mucha emoción en un lugar y una temporada, puede ser desconocido u olvidado en otra. Además de viciado, el tal entusiasmo, está limitado.

 

Durante esta temporada proliferan las manifestaciones de cariz político. Pancartas, banderas, himnos y gritos, recorridos por trayectos escogidos, multitud que augura un triunfo, ausencia total de cálculo de abatimiento o posibilidad de error. Tales celebraciones suponen, es su reverso el deseo de derrota del partido al que no se pertenece.

 

Cuando era estudiante de primaria y secundaria, se nos adoctrinaba dogmatizando que la posible existencia de partidos, suponía inicialmente la conjetura de la fragmentación del territorio patrio, desgracia que no debía ocurrir de ninguna manera. Era preciso que se estableciera un régimen único, se nos enseñaba. Maligno quimérico proyecto. Ahora bien, no hay que olvidar que hubo épocas en que la dirección de la cosa pública, se encomendó a los sabios, otra a un senado de privilegiados, más tarde a monarcas que habían heredado el poder, luego se perfeccionó el sistema con la exigencia de que tal empleo se sometiera a una constitución. Ahora al supremo valor se le llama democracia ¿qué vendrá después?

 

Todo mitin supone promesas a unos y condenas de los que han escogido otro partido. El entusiasmo, el aplauso a un líder, supone desacreditar a otros. No es un entusiasmo limpio del todo, está viciado. No quiero añadir otros ejemplos para no alargarme.

 

Esta semana se ha dedicado un día a condenar la violencia de género. No es un mal que me resulte desconocido. Desde hace años, en el confesonario o en momentos de sinceridad ministerial, me he enterado de algunos casos. Lo extraño del caso es que la víctima se sentía culpable, hoy sé que casi siempre ocurre paradójicamente lo mismo. Pero no me he limitado nunca a condenar tal proceder. Lo he condenado sí, pero he añadido muchas más cosas.

 

Un matrimonio en el que simplemente la violencia esté ausente, no es un matrimonio necesariamente feliz. He lamentado estos días que las voces de la Iglesia no se pronunciasen proclamando que el matrimonio es un estado natural de amor, de proyectos compartidos, de fecundidad, de felicidad, sin ignorar dificultades que comporta. Que además, si se vive en el seno de la Iglesia, recibiendo su peculiar Gracia, es un estado de santidad. Mayor que mayor, felicidad.

 

La ilusión de formar una familia cristiana no es una ilusión viciada, es una ilusión de ensueño, de Esperanza.

 

No he participado nunca en mi vida en ninguna manifestación, pero si un día, la clerecía, obispos, presbíteros y diáconos, junto con los religiosos, ellos y ellas, salieran con uniformes y pancartas, proclamando estas riquezas que Dios ofrece, me incorporaría sin dudarlo.

 

Consideran algunos que vivo mi vocación sacerdotal con tal ilusión, que supone inmadurez personal. Tal vez tengan razón. Sueño a veces que, pese a mi vejez, vivo apegado a la juventud de un Dios eternamente joven, algo se me debe contagiar. Me atrevo a imaginar que consigo un poco de lo que aconsejaba Jesús: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. (Mt 18,3) ¡ojala! Que se atreva a aplicarme a mí: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos. (Mt 19,14)

 

No, no, no puedo aplicármelo, es orgullo, pero ya lo he dicho. Es puro ensueño.