RESPETO-CORDIALIDAD
Padre Pedrojosé Ynaraja
Que yo sepa, advierto
que sé muy poco, ni en hebreo, ni en arameo, ni en griego, ni en latín, existen
diferentes tratamientos entre las personas. Debería haber dicho, para ser exacto,
expresiones gestuales, orales, o escritas.
Respecto a lo primero
todavía recuerdo que me decían que el que era recibido por el Papa, al inicio
de la audiencia y al despedirse, debía besarle los pies. Y algún clérigo me ha
contado que personalmente le había tocado cumplir con esta norma, en una
ocasión.
Al obispo se le hacía
genuflexión con la rodilla izquierda. Recuerdo perfectamente la primera vez que
omití este gesto. Fue en Toulouse. Estaba en la catedral para asistir a la
ordenación episcopal de Mons. Sabin Saint-Gaudens,
del que había recibido yo un trato muy afectuoso. Sin buscarlo ni esperarlo, me
encontré con el obispo de mi diócesis y, al ir a saludarle, me atreví a evitar
la genuflexión. Tal vez fuera la “egalité”, que
reina, o debe reinar allí, según lema oficial de la República Francesa, lo que
me proporcionó tal valentía. Afortunadamente, no me expresó ningún desaire. Y
desde entonces dejé de doblarle rodilla. A él y a los demás. Lo que no
omitíamos nunca era el beso a la piedra del anillo que lucía todo prelado. En
este caso, en el de mi obispo, era una simple amatista. Otros lucían “pedrusquitos” más valiosos, que uno pensaba que más que
signo de dignidad episcopal, era satisfacción vanidosa. Se acabó tal rito,
según creo recordar, cuando el Papa Pablo VI regaló a los participantes en el
Concilio Vaticano II, un simple aro de plata dorada acabado en el centro en un
triángulo esquemático de la mitra episcopal. No tenía la espectacularidad de
los anteriores, pero era signo de haber participado en un acontecimiento
eclesial privilegiado. Y creo que, la mayor parte de ellos, no se lo quitaron.
Nunca había entendido anteriormente la obligación de que antes de recibir la
Comunión, debía uno besar la tal piedra. Hoy ya no me intrigan tales normas. Lo
que he mencionado era signo de respeto, valor este juzgado muy importante en
aquel tiempo. Respeto y tal vez miedo. Así han evolucionado las cosas.
En el otro extremo, en
el de los tratamientos correctos, se sitúa la cordialidad. Sería valor equidistante,
pero menos justipreciado, lamentablemente. Tal relación, si es sincera, para el
cristiano, va enriquecida de Caridad. Debo advertir que el término que mí me
gustaba usar, cuando quería referirme al tal trato, era el de ternura. Ahora
bien, ocurrió una vez, en una reunión juvenil, que propuse que trataran la
cuestión y una quinceañera la definió como cualidad erótica. Aunque no
estuviera de acuerdo con tal opinión, dejé inmediatamente de utilizar la
palabra. Cavilaba yo qué término debía usar, sin descubrirlo por más que me
esforzara, cuando, después de la presentación al auditorio de un ilustre monje,
agradeció él mis palabras, calificándolas de cordiales ¡eureka! Sonó en mi
interior y desde entonces lo uso habitualmente.
Respecto a las
expresiones orales y escritas, en castellano existen tres. El tratamiento de
usted, que expresa respeto, pero también distancia, querida, aceptada o
sufrida. No es momento de analizarlo. El de tú, signo de confianza, que
desgraciadamente, por gente mal educada, puede estar contaminado de desdeño. El
de vos, que ya en el texto del Quijote, un protagonista dice, refiriéndose
jocosamente, riéndose, de un vecino bachiller, que trata a la gente de vos.
Supongo por consiguiente, ya debía de estar en desuso. Se conserva en términos
protocolarios escritos, como su paralelo, el nos
pontificio. A este respecto, recuerdo que se comentaba en clase de exégesis,
que la expresión del Génesis, cuando dice Dios: hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza, no implicaba multiplicidad de divinidades, era plural
mayestático, se nos decía, como el que usa el Sumo Pontífice en sus documentos.
Hace muchos, muchos
años, tal vez cincuenta, con motivo de unos encuentros que alegremente
llamábamos “congresos de neuróticos” y que por consiguiente estrujábamos el
cerebro en múltiples cuestiones de cielo y tierra, temporales y eternas, nos
pasamos una tarde y parte de la noche de un sábado, discutiendo la cuestión del
trato que se debía dar a un sacerdote. Entraban en juego sencillos
conocimientos teológicos y respetables costumbres sociales. Costó mucho aceptar
que se le debía tratar de tú. Que, por consiguiente, se me debía tratar a mí de
tú. Costó mucho acostumbrarse, pero debíamos ser fieles a nuestro serio
análisis y compromiso. Quienes nos oían se extrañaban de tal norma, aunque, más
de una vez me dijeron que la admiraban y nos felicitaban. Hoy es bastante
frecuente, yo lo aprecio, aunque he de reconocer haber vivido tristes
experiencias. Lo comentaré algún día.
Hoy en día, tal proceder
se sigue en muchas ocasiones con un obispo. Lo compruebo con amigos míos
sacerdotes, que han sido profesores, en su época de seminario, del que ahora es
obispo. Entre nosotros, de excursión o de visita, tal tratamiento es común y
uno evoca tiempos evangélicos. Nadie imagina, por ejemplo, en el episodio de la
confirmación del primado a Pedro, que este le contestase: Usted sabe que le
quiero.
Pero no solamente en
situaciones como la que me refería, de antiguo profesor todavía presbítero, a
antiguo alumno ahora ya obispo, en otras situaciones surge el evangélico trato
de tú espontáneamente. En Tierra Santa, donde la presencia del Maestro casi se
nota físicamente, en algún lugar donde me ha tocado saludar, o al dar una
explicación a un obispo que me la ha pedido con sinceridad evangélica, uno no
puede dejar de expresarse como lo hicieron los Apóstoles. O en más de una ocasión,
yo mismo, junto al Sagrario, conversando con mi
obispo, en situación que parece que la compañía del Señor se hace notable
físicamente, también lo he hecho y comentándoselo más tarde, él mismo me ha
dicho que ni se había dado cuenta y no me lo ha reprochado. Yo, jocosamente, le
he advertido que dedujese consecuencias, de acuerdo criterios estructuralistas
(continuaré)