AFORTUNADO
Padre
Pedrojosé Ynaraja
Me ocurrió hace años. Había muerto un
chico muy joven, creo recordar que fue víctima de un accidente doméstico.
Conversamos con el padre sobre la tragedia en la que estaba sumido. Llegado el
momento del entierro, y en la homilía, recordé yo que cuando el chaval se
debatía entre la vida y la muerte, él me había dicho que hubiera dado toda su
fortuna, por conseguir la salvación de su hijo. Acabada la ceremonia, muy
enojado, vino a decirme que no había dicho tal cosa. Le recordé, pretendiendo
defender lo que había predicado, el contenido de la entrevista y fue entonces
cuando severamente me recriminó: yo no dije nunca fortuna, yo solo dije
riqueza. Soy rico, sí, pero no tengo una fortuna. Lamenté mis términos y le
pedí perdón por el error. Pensé para mis adentros que muy afortunado debía
sentirse él, que a su piso en la capital, añadía la segunda residencia de casa
con jardín, en una prestigiosa urbanización. Comparadas tales propiedades con
las de la mayoría de los habitantes del ancho mundo, poseía, sin duda, una
fortuna. Pero me quedo incrustada en mi interior la diferencia que, por lo
menos para él, había entre riqueza y fortuna. Por algo digo que soy afortunado.
Continúo con el tema de la semana
pasada. Se trata del matrimonio con 13 hijos descubierto recientemente en
California. Encerrada, atada y encadenada la prole, siendo la desgracia
desconocida de todo el vecindario y de la familia que lo era, aunque habitara
lejos, pero que no había nunca renunciado a reconocer los vínculos que les
unían.
Nadie se había enterado. Estoy seguro
de que la mayor parte de ellos había enviado mensajes y fotografías a próximos
y lejanos. Y mucho más a los próximos. El Smartphone de cada uno, llámesele
móvil o celular, probablemente, lo tendrían repleto de imágenes que mostraban
impertinentemente a quien se les aproximase. Es lo que hace todo el mundo hoy.
Enseña paisajes, fiestas, viajes. Oculta su interioridad. Imágenes, mensajes,
sí, pero también en el ámbito familiar, reina la incomunicación. Recuerdo que
un día vino una familia a visitarme y compartíamos la mesa en mi misma casa. Le
conocía a él, el padre, desde antes de conocerse ambos progenitores. Venían con
sus hijos. Nos sentíamos extraordinariamente felices. Vivían en un único
domicilio, viajaban en un solo vehículo familiar. Como yo sabía que eran una
familia sinceramente cristiana, se me ocurrió preguntarles a los hijos, las
razones de su Fe. Fue preciosa la respuesta de los cuatro. Al cabo de un
tiempo, mi amigo me escribió dándome las gracias. Nunca les había preguntado
nadie tal cosa, ni ellos mismos se habían atrevido.
Amor familiar se alió con el de
amistad, para que existiese mayor relación. El hombre posee una imperiosa
tendencia a la comunicación, que nunca llega a conseguirla del todo. Esta
disposición culminará un día en el encuentro con Dios (1 Jn
3,2) entonces le veremos y nos veremos y veremos a los que compartieron nuestro
Amor. Mientras tanto debemos hacer ensayos, aprendizaje, prácticas de amor y la
comunicación posible.
Dicen que la curiosa familia a la que
vengo refiriéndome, la de California, se excusa ahora expresando que con su
comportamiento, preparaba el padre un reality show.
¿Qué excusa pondrán los próximos, vecinos y compañeros de compras, para
explicar su indiferencia?
Repito como empecé: soy afortunado.
Conservo la amistad de los que fueron buenos vecinos de mis padres hace 85
años. He recibido hoy un cordial e-mail de una amiga americana que nos
conocimos por los días de la guerra de las Malvinas, que ya son años. No me
cuenta cosas fútiles, no me envía ni una sola foto. La amistad, como el
enamoramiento, puede iniciarse en un instante. La fidelidad y relación amable,
puede y debe, durar siempre. Menciono estos ejemplos por su singularidad, me
enriquecen otros mucho más comunes.
Remacho el clavo. Santa María saludó y
se comunicó con Santa Isabel. Al cabo de los años, según el relato evangélico,
los hijos de ambas se encontraron, se relacionaron y completaron. Algo de ello
debemos aprender.