FE

Padre Pedrojosé Ynaraja

Oía hace pocos días un programa radiofónico de RNE, muy interesante por su formato y contenido. Mesa redonda que ni era mesa, ni redonda, pero tal era su estilo. Conozco este estudio de grabación, pues, en una ocasión fui invitado a participar en él. No me sentía, pues, ajeno. Algunos contertulios no estaban presentes, en este caso y participaban por vía telefónica. Se desarrollaba el tema del origen del Universo. Salió a relucir, como es de suponer, la teoría del big bang, generalmente bien aceptada.

Los participantes eran figuras competentes en el terreno de la astrofísica, que se expresaban con claridad y sin prurito de superioridad. Pese a que al campo de juego que se había propuesto el programa era el puramente físico, los participantes derivaron en un cierto momento a terrenos más propios de la metafísica. El moderador propuso entonces la frase de Albert Einstein "Dios no juega a los dados con el universo". La ofreció a los contertulios, que de inmediato la rehusaron. La idea de Dios les resultó molesta, ni como frase le permitieron permanecer en la tertulia. El dialogo era eminentemente científico, más bien diría yo que cerebral. Como no se atrevieron a negar el origen de la frase, de alguna manera, respetando la categoría de Einstein, recordaron que el científico no había aceptado las ideas de la física cuántica, que por su entonces empezaba a prosperar. Y Dios tuvo que hacer “mutis por el foro”.

Pese a que desde mi quinto curso de bachillerato me ha tocado aprender las pruebas de la existencia de Dios, según Aristóteles y en sucesivos estudio, otras muchas más, sé que el cerebro no es suficiente para satisfacer al intelecto. Recordaba, mientras escuchaba el programa radiofónico, la sentencia de Blaise Pascal: "El corazón tiene razones que la razón no entiende”.

Tuve la suerte de conocer y gozar de su amistad, en tiempos lejanos a un profesor universitario de física teórica. Cuando hablaba como científico, se sujetaba a comentarme ideas propias de su terreno. Sentía el honor, y no se lo callaba, de haber recibido la última carta que Einstein escribió y que a él le había dirigido, poco antes de morir. No renunciaba a las verdades científicas, pero en otros momentos, en muchos otros, era un hombre ávido de muchas otras fuentes del saber. Se había pasado, según me contaba satisfecho, seis meses al pie de la Gran Pirámide de Egipto para, efectuados cálculos minuciosos, descubrir la ciencia que poseían aquellos arquitectos, que ni aun ahora somos capaces de imitar, según sus cálculos. Se codeaba con nuestros famosos y televisivos personajes de ciencias más o menos ocultas, etc. En nuestro mutuo trato nunca despreció mis creencias religiosas, aceptándolas a su manera.

Hay muchas otras formas de elevarse a lo Trascendente. Tal vez la ciencia, sin negarlo, no pueda hacer otra cosa que empinarse, sin lograr captar la cúspide. O queriendo ignorar la intuición, considerándola propia de otros terrenos del saber. La ciencia progresa sí, pero también a veces se equivoca. El famoso Cern es tan fuente de conocimientos y comprobaciones, como de nuevos interrogantes.

Que nadie se mofe ahora de mí y de lo que voy a escribir. Desde por allá los años cuarenta y pico del pasado siglo, oigo hablar de la radiestesia. Por entonces no le di ninguna importancia, ni me inquietó lo más mínimo. Pasaron los años y, poco a poco, fui cambiando de opinión. Sería largo de contar. Un día, por puro entretenimiento, se me ocurrió hacerme un péndulo de cadenita atada a un azabache. Asombrado observé que se movía en dirección contraria a la de las agujas del reloj. Repetí la experiencia. Cuando inicio alguna, soy yo el que no creo, pero vuelve a repetirse el mismo fenómeno, para mí continúa siendo inexplicable. Ahora sé que donde hay algo de contenido espiritual, mi péndulo gira de la misma manera. No tengo tiempo, ni edad, para proseguir en esta “carrera”. Sé que no es desconocida, tal vez sí, arrinconada. La gente considera esta facultad como útil para encontrar agua y no seré yo quien lo niegue. En una ocasión, y se trataba de un reactor nuclear, era preciso encontrar agua dulce. Ni geólogos, ni mediante pruebas sísmicas, se dio con ella. Vino un pariente de uno de los ingenieros y con su “ballesta” (no sé cómo era) les indicó el sitio y consiguieron tanta como precisaban. Y lo logró sin maquinaria, sin técnica reconocida.

La Fe, mi Fe, fundamentalmente, es en un Dios que me ama, y, no puedo negarlo, al que yo amo. Pongo un ejemplo cuando tratando con una pareja de enamorados surge la Fe y la imposibilidad de aceptarla porque no hay pruebas. Le digo sea el caso al chico, refiriéndome a la chica: dime como es su huella dactilar, dime el número de su DNI, enséñame un documento judicial, la llamada fe de vida, o las características de su ADN. Como nada de esto sabe, yo le digo: tu novia no existe, no me has dado ninguna prueba de ella.

Yo la amo y ella me ama, me contesta. La prueba no es científica, evidentemente.

Algo así les pasaba a los astrofísicos del programa de RNE

Verdad, belleza y bondad, son los caminos de la Trascendencia. No lo olvidemos. Pero por hoy basta.

Palmera

Es la gran dama de entre los vegetales, que nadie lo dude. También lo es en la Biblia, en la que se la menciona 77 veces. Indistintamente al conjunto del árbol o a sus hojas, que llamamos palmas. Seguramente estas últimas son las de mayor tamaño de entre todas las del reino vegetal, llegando a los dos metros y aun superándolos.

Hay mucha materia sobre el tema, ahora bien, como esto es un breve reportaje y no un ensayo enciclopédico, me limitaré a aportar noticias anecdóticas, algunas de entre las tantas que conozco de antiguo y otras que estos días vengo leyendo.

Advierto que si bien los autores dicen que existen 2400 especies de palmeras, con 27 subdivisiones, referirme, dar nociones del conjunto, resulta imposible y tampoco creo interesen al lector y que son afán de estudiosos.

A nadie la palmera le resulta indiferente. Puede uno pasar junto a un chopo o a un tilo y ni se fija, ni siquiera se da cuenta. Tal es la originalidad de su planta y talle que muchas naciones de diversos continentes, en cuyo territorio crece, la han incorporado a su bandera.

MONEDA

Indico, antes de proseguir, que me referiré únicamente a la “phoenix dactylifera”, la que menciona el naipe. De ella se tiene noticia desde 4000 años a.C. en Mesopotamia, de donde se extendió hacia occidente y creció de tal manera que en la época romana la palmera era considerada como el árbol propio y típico del lugar, tanto fue así que cuando fue tomada Jerusalén y diezmado y expulsado del lugar el pueblo judío, la moneda que se acuñó en Roma para celebrar la victoria, representaba una mujer bajo una palmera.

He dicho que me referiría únicamente a la datilera porque es la que aparece en la Biblia y la que nosotros mismos reconocemos como la más genuina. Otras reciben vulgarmente otros nombres, siendo también bonitas y esbeltas algunas, otras provechosas por su fruto. Pienso ahora en el cocotero, tal vez la más conocida, provechosa por su pulpa y por su jugo, salvación de viajeros carentes de alimentos o de agua. De otras se aprovechan sus frutos para obtener aceite, evidentemente de menor calidad que el del olivo.

LOS FENICIOS

Se atribuye a los fenicios la exportación y plantación por todo el Mediterráneo con finalidades comerciales, que tal era la idiosincrasia, y lo lograron con éxito. El palmar de Elche tiene en ellos su origen y ha sido respetado por la cultura árabe y otras sucesivas, siendo en la actualidad el más extenso. Es tan rico en ejemplares, que he leído que el Estado de Israel importa palmas para las fiestas de Sucot. Porque si bien estaban en tiempos antiguos extendidas por todo el territorio del Creciente Fértil, fueron desapareciendo poco a poco, quedando excepcionalmente, como penachos en un florero de arena, los de Jericó, llamada siempre en la Biblia “Ciudad de las palmeras” o las de Ein Guedi, muy elogiadas. En la actualidad se repuebla el país de preciosas palmeras, tanto en Judea como en Galilea.

LAS PALMAS

Las palmas desde antiguo son símbolos de victoria. Los niños de Jerusalén las agitaron en honor de Jesús, el día de su entrada triunfal y solemne en la Ciudad. Aun hoy se llevan las palmas en los entierros. Me refiero a lo que he visto tanto en Jerusalén como en el mismo Hebrón, entre gente de cultura palestina. La costumbre española es lucirlas en la procesión del Domingo de Ramos, en manos de niños o niñas de familias de cierta buena posición y las lucen decoloradas, consiguiendo con ello un tono ocre-amarillo deslumbrante. Una palma de tres metros, que se alza airosa y ufana doblando suavemente su parte superior, cual cresta de ave, es una de las estampas más bellas que uno pueda contemplar. La costumbre de entrelazarlas y darles aspecto de florero, pese a suponer un delicado trabajo artesano, que observo cada año que empuña el Papa y los más distinguidos cardenales, a mí personalmente, no me complace. Me gustan más las de los demás asistentes, juventud incluida, que las llevan tal como las luce la palmera, algo despeinadas, agitadas por cualquier viento suave que las mece.

En la iconografía cristiana a la figura de los santos mártires que dieron su vida por su Fe, se les pone una palma en su mano.

Palmera en hebreo es Tamar y este nombre se les da a varios personajes femeninos que aparecen en la Biblia. Y aun hoy en día este mismo nombre lo llevan muchas personas. Algunas conocidas por la “prensa del corazón” otras anónimas y no menos dignas de tal nombre, según supongo.

MASCULINAS Y FEMENINAS

Hay palmeras masculinas y palmeras femeninas. La fecundación la logran los insectos si es que por el tal paraje hay. De otra manera es labor del viento o, si el beduino quiere asegurarse la cosecha, trepa a la copa de una masculina, recoge un ramo, baja al suelo y trocea lo que ha obtenido. Sube después a ejemplares femeninos y deposita un puñadito para que el polen se escampe por las flores femeninas, fecundándolas.

El fruto, el dátil, es de una dulzura deliciosa. Recién cogido es muy gustoso y del agrado de todos. Mucho más lo era en la antigüedad, cuando no existía el azúcar y este sabor se gustaba gracias a estos frutos, a los higos, a los sicomoros o a la miel. Normalmente se dejan secar y así se comercializan en el exterior y durante todo el año. Sin desdeñarlos en tal estado, algunos los consideran empalagosos y no los comen. He visto por Israel una presentación muy curiosa. Consiste en substituir el hueso central por yogur seco, resulta un precioso bombón natural.

Palmera es femenino, el cuerpo de la chiquilla y su pecho se le asemeja. No lo digo yo, que nadie me tache de morboso erotismo, es expresión que ofrece el Cantar de los Cantares

(5,11) Su cabeza es oro, oro puro; sus guedejas, racimos de palmera negras como el cuervo.

(7,8). Tu talle se parece a la palmera, tus pechos a los racimos. Me dije: Subiré a la palmera recogeré sus frutos.

Existen bosques de palmeras, espontáneos unos, como el de Jericó y el de Ein Guedi, plantados otros y cultivados de antiguo, como el de Elche, declarado Patrimonio de la humanidad. Leo que son famosos los de Colombia o alguno de Cuba.

La elegancia de la palmera no la excusa de ser valiente y capaz de vivir en la casi soledad del desierto. El beduino bien sabe que donde hay palmera, hay agua. Principalmente esto ocurre cuando divisa un grupito de no más de dos o tres. Aunque viva solitaria, consigue subsistir hincando su raíz muchos metros bajo la superficie. De este modo, es capaz de conseguir la humedad suficiente para ofrecer al beduino dátiles que comerá él, dando triturados los huesos a los camellos que son capaces de asimilarlos.

No sé qué más señalar de la palmera si su elegancia o el provecho que aporta a los demás. Un buen ejemplo para la mujer que simboliza y acicate para los demás que la contemplamos.