Posmodernidad y democracia
Ángel
Gutiérrez Sanz
Vivimos unos tiempos singularísimos, posiblemente los
más innovadores de la historia que hemos bautizado con el nombre de
posmodernidad. En ellos nos hemos ido desprendiendo de todo aquello que no estuviera
en línea con el subjetivismo relativista.
Dios ha desaparecido de nuestro horizonte, ha
desaparecido también la razón como fuente de la verdad y de el orden, ha
desaparecido la ley natural, ha desaparecido en fin todo fundamento objetivo de
la conciencia moral y nos hemos quedado sin referencias al pasado y sin
esperanzas de futuro. Al no existir la verdad y el bien en sí mismos los
hombres de la posmodernidad se ven en la necesidad de tener que crearlos a
través de un consenso social, que va a ser el sólido fundamento de las modernas
democracias, que han sido sacralizadas. Se comenzó por relativizar lo absoluto para
acabar absolutizando lo relativo. Después de haber abdicado de cualquier tipo
de seguridades, la democracia se ofrece a los ciudadanos como paradigma para
convivir pacíficamente y orientarse en la vida a través del pacto social
Partiendo del
supuesto relativista posmoderno de que nada hay establecido previamente, es el
Estado quien queda con las manos libres para poder legitimarlo todo a través de
la voluntad ciudadana, con el consiguiente riesgo de caer en el totalitarismo
parlamentario que todo lo dispone y todo lo gobierna, dándose así la curiosa
paradoja de que huyendo del supuesto despotismo la verdad omnímoda impuesta por la razón dogmática, hemos
acabado cayendo en los brazos de la posverdad,
que convenientemente administrada
permite hacer y deshacer sin ningún tipo de control o cortapisas.
La fuerza y el poder del Estado democrático puede ser tanta
y las formas de manipulación tan
diversas, que es difícil no caer en excesos y arbitrariedades. Políticos,
periodistas y fuerzas ocultas están contribuyendo a que la libertad real de las
personas sea más aparente que real. A propósito de esto sería
oportuno recordar las palabras de Benedicto XVI, que dejó escritas en un artículo
titulado “Verdad y Libertad", cuando todavía era el cardenal Ratzinger.
Aquí están: “La sensación de que la
democracia no es la forma correcta de libertad es bastante común y se propaga
cada vez más…¿en qué medida son libres las elecciones? ¿En qué medida son
manipulados los resultados por la propaganda, es decir, por el capital, por un
pequeño número de individuos que domina la opinión pública? ¿No existe una
nueva oligarquía, que determina lo que es moderno y progresista, lo que un
hombre ilustrado debe pensar?...¿Quién podría dudar del poder de ciertos
intereses especiales, cuyas manos sucias están a la vista cada vez con mayor
frecuencia? Y en general, ¿es realmente el sistema de mayorías y minorías un sistema de libertad? ¿Y no son los grupos
de intereses de todo tipo manifiestamente más fuertes que el parlamento, órgano
esencial de la representación política? En este enmarañado juego de poderes
surge el problema de la ingobernabilidad en forma aún más amenazadora: el
predominio de la voluntad de ciertos individuos sobre otros obstaculiza la
libertad de la totalidad”.
La posmodernidad ha generado un tipo de
cultura donde se han invertido los términos. La realidad ya no es lo que existe
objetivamente sino lo que a cada cual le
parece ver; de lo que se trata ya no es de descubrir hechos verdaderos acerca
del mundo real sino de crearlos. El hombre se ha convertido en la medida de
todas las cosas, siendo los estados quienes a través de los pactos y los
acuerdos dan con la clave para dirimir los posibles conflictos sociales. La
sociedad occidental ha decidido que sea el Estado quien nos diga que es lo
legítimo y lo ilegitimo, que sea él quien decida qué es lo correcto y lo que
más conviene. En definitiva lo que
hoy importa no es la verdad de las cosas sino la verdad de las mayorías, tal
como dijera en su día Konrad Adenauer: “ Lo importante en política no es tener razón, sino que se la den a uno”
Si reparamos un
momento de lo que pasa a nuestro alrededor nos daremos cuenta cómo el sentir de
las mayorías se impone despóticamente sobre las minorías. Cómo “lo
democrático” ha pasado a ser la categoría suprema exclusiva y excluyente.
Si no te cobijas bajo el paraguas de las mayorías de nada te va a servir que te
asista la razón. Ser demócrata ha llegado a ser el título indispensable para
poder vivir en esta sociedad y si no gozas de esta consideración estás perdido,
nadie te va a tener en consideración, vas a quedar estigmatizado. Es como si con la llegada de la democracia la Humanidad
hubiera alcanzado su realización suprema y hubiéramos llegado al fin de la
historia.
No
se discute su carácter definitivo e intemporal, ni se piensa en la
posibilidad de que exista otra alternativa
de gobierno, lo cual no deja de ser exagerado pues nada en política es para siempre y por otra parte
lo que es un mero instrumento no debiera ser tratado como un fin en sí mismo. No
hace falta recurrir a los severos juicios de Platón contra la democracia para darse cuenta que de lo que estamos hablando
no es de un modelo intemporal, al que necesariamente tiene que ajustarse el arte
de la política, todo lo más, como dice Aristóteles o Sto. Tomas, la
democracia es una forma de gobierno más. Así se reconoce también en
la “Pacem in
terris” con estas palabras: “No puede
establecerse una norma universal sobre cuál sea la forma mejor de gobierno, ni
sobre los sistemas más adecuados para el ejercicio de las funciones públicas”
Formas
legítimas de gobierno hay muchas sin que “a priori” pueda decirse cuál es la
mejor, todo dependerá de las formas y circunstancias. Otra cosa es que dado el relativismo cultural
de la época presente el democratismo se haya convertido en una opción política
con ventaja sobre las demás por puro oportunismo coyuntural. Sólo si nos atenemos al criterio groseramente
pragmático, que es el que hoy impera, tal vez encontraríamos algún motivo para
decir que la democracia es actualmente el modelo político que más conviene. Lo
que sucede es que no sólo de oportunismos vive el hombre.
Bien mirado el relativismo ha llegado a ser
actualmente un elemento consustancial, no sólo en el mundo de la cultura sino
también en el mundo de la política, incluso no son pocos los que piensan que el
relativismo es “conditio sine qua non” de la democracia. La cosa es tan grave
que puede llegar el momento en que las premoniciones de Spengler en su
Decadencia de Occidente se cumplan, si es que ese momento no ha llegado ya.
Una sensación de vaciamiento generalizado nos invade y
son ya muchos los que al no tener nada que perder han tirado
por el camino de en medio, al no tener nada donde agarrarse se han echado en brazos de la soberanía popular que, cuando menos les exime de rsponsabilidades. Quienes rinden una especie de culto al narcisismo
colectivo, expresado en forma de cifras,
se encuentran satisfechos con la verdad supraindividual del Estado y
dicen que no necesitan de más. Es por esto que la democracia hoy día tiene en Occidente
un reconocimiento tan generalizado.
La iglesia por su parte se ha manifestado en infinidad
de ocasiones favorable a la democracia, en cuanto que favorece la separación de poderes, garantiza una convivencia pacífica
y posibilita la participación ciudadana;
pero ojo también nos advierte que es susceptible de perversión y que existen
democracias que no puede ser asumidas desde la perspectiva cristiana. Una
democracia que se cree fin en sí misma, que pospone la defensa de la dignidad
de la persona, que legitima el pluralismo en clave de relativismo moral, una
democracia para la que no hay verdades absolutas sino sólo opiniones, que no admite la existencia de principios absolutos innegociables
que están por encima de la voluntad popular, no es una buena democracia “ Después de la caída del marxismo, dice Juan Pablo II en su encíclica “Veritatis splendor” existe
hoy un riesgo no menos grave ; la alianza entre democracia y relativismo ético
que quita a la convivencia cualquier referencia moral segura”.
Sin duda la iglesia reclama que la democracia se
asiente en unos fundamentos y valores insoslayables, que están por encima de la
voluntad de los hombres; pero ¿qué sucede cuando esto no es así? Difícil
situación ésta para aquellos ciudadanos
que creen todavía que la verdad y el bien existen ¿qué se puede hacer frente a
un Estado supeditado a las opiniones humanas que varían según los tiempos y
circunstancias, según las latitudes e intereses colectivos o personales?... porque
una cosa está clara, las cosas no dejan de ser lo que son aunque la mayoría
opine lo contrario. Como bien decía Erich Fromm: “El hecho de que miles de personas compartan
los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes, el hecho de que
compartan muchos errores no convierten estos en verdades”.
Los hombres y mujeres de buena voluntad con firmes
convicciones morales, especialmente si son católicos, tienen actualmente un
importante reto por delante. Lo que hasta ahora ha habido es una
condescendencia que nos ha llevado hasta donde actualmente nos encontramos. Los
frutos están ahí y cualquiera puede verlos. Se ha ido tirando como se ha
podido, unas veces tapándose los ojos y la nariz y otras recurriendo a la
teoría de la doble verdad, una para nuestra vida privada y otra distinta para
nuestra vida pública, trampeando para tener contentos a dos amos con exigencias
enfrentadas. Decimos que llevamos impresa en nuestro corazón la ley de Dios,
pero cabe la sospecha de que a pesar de todo; hemos tenido buen cuidado de
estarnos quietecitos sin hacer ruido y cuando nos hemos movido lo hemos hecho a
favor de corriente ¿No estaremos pecando de cinismo?.... Después de tanto desengaño
ha llegado el momento de plantearnos seriamente si debemos o no seguir apoyando
y apostando por una democracia que no es la nuestra.