Una salvación gratuita
P. Fernando Pascual
4-5-2018
Existe la posibilidad de
suponer que la salvación es una conquista personal, algo ganado
con méritos, esfuerzos y buenas obras.
Así, uno puede imaginar que su
entrada al cielo queda asegurada por haber ido a misa semanalmente, por haber
hecho algunas limosnas, por haber rezado a la Virgen y a los santos, por
haberse confesado de vez en cuando.
Este modo de pensar, llevado a
su extremo, lleva a concebir a Dios como un funcionario que exige y registra números
y formularios. Quien cumple, es premiado. Quien no alcanza los requisitos,
queda excluido.
En realidad, la salvación
cristiana es posible no porque lo hayamos merecido, sino por la simple y
cariñosa gratuidad de Dios.
No somos nosotros los que accedemos
al cielo por méritos, como quien gana un premio. Es Dios quien nos ha ofrecido,
desde un amor misericordioso, la posibilidad de llegar a vivir eternamente con
Él.
Ello no implica dejar de lado
las obras. A quien mucho se le da, mucho se le pedirá (cf. Lc
12,48). Recibir el Amor de Dios genera amor en uno mismo y permite realizar
buenas acciones, sobre todo de entrega a los demás.
San Pablo lo explica en
diversos textos. Uno de ellos ofrece una síntesis maravillosa que permite
comprender una de las verdades más profundas de nuestra fe católica.
"Pero Dios, rico en
misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de
nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido
salvados- y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús
(...) Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene
de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que
nadie se gloríe" (Ef 2,4‑9).
La salvación cristiana es
gratuita, es don, es misterio de amor. Todos los pecadores podemos dejarnos
curar, permitir al Divino Maestro que nos purifique con su misericordia y nos
dé una nueva vida.
Entonces se produce el gran
milagro de la Redención. Gracias a la Muerte y Resurrección del Hijo hecho
Hombre, el Padre, que nos ama desde la eternidad, nos purifica con el Espíritu
Santo y nos convierte en hijos suyos.
Es entonces cuando hacemos
nuestro el himno de gratitud que san Pablo ofrece en los primeros momentos de
su carta a los Efesios:
"Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de
bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido
en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su
presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos
por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de
la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado" (Ef 1,3‑6).