Lo que se pudo haber evitado
P. Fernando Pascual
25-5-2018
El dolor aumenta cuando
constatamos que aquel mal pudo haber sido evitado.
Porque con un poco de sentido
común, o más atención, o mejores instrumentos, o más honestidad, se pudo haber
evitado aquel accidente, aquel despido, aquella sentencia injusta.
La lista de cosas que pudieron
haber sido evitadas es enorme. Eso mismo aumenta nuestra desazón: ¿por qué no
impedimos que ocurrieran?
Podemos, ciertamente, aumentar
los controles, trabajar por ser mejores personas, evitar el encuentro con gente
maliciosa. Pero los hechos dañinos ocurren, a pesar de tantos esfuerzos por
evitarlos.
Entonces, ¿hay que resignarse
de modo fatalista ante un mundo lleno de insidias, peligros, emboscadas y
bacterias?
Si por resignarse se entiende
adoptar la actitud de no hacer nada, la respuesta es un rotundo no. Todo lo que
intentemos sanamente para evitar daños, en uno mismo o en otros, será
bienvenido.
Pero si resignarse significa
asumir que la vida nunca será perfecta, y que uno mismo u otros están siempre
bajo amenazas cósmicas o sociales, entonces tal resignación tiene sentido, para
evitar angustias y miedos patológicos.
Cada día afrontamos un sinfín
de eventualidades e imprevistos. Muchas situaciones transcurren en una apacible
monotonía. Otras llevan a sobresaltos tras un frenazo, un estornudo contagioso,
o la calumnia de quien supusimos era un amigo.
Nos ponemos ante cada nueva
situación con sencillez y realismo. Confiamos en que ninguna hoja cae sin que
Dios lo permita. Un día comprenderemos cuál era Su designio.
Ahora caminamos. Nos
esforzamos lo mejor que podemos para que el bien avance. Y dejamos en manos de
Dios el resultado final de nuestra propia historia, con la certeza de que la
ayuda divina nos acompañará en los momentos de paz y en los mil contratiempos
de la existencia humana.