LA CRUZ

 

La cruz de Jesús no debemos mirarla como un lugar.

La cruz de Jesús debemos mirarla como un signo.

Toda la vida de Jesús es un gran signo y la cruz no queda fuera de ello.

Cuando la miramos como un lugar la vemos como el instrumento que llevó a Jesús a su muerte ignominiosa.

Era el peor de los castigos que alguien podía vivir.

No solamente por el sufrimiento que morir en la cruz significaba sino porque, automáticamente, implicaba ser un paria sin ningún tipo de derecho.

Morir crucificado era morir con la vergüenza de ser, en la muerte, despreciado por todos los de su tiempo.

Para los primeros cristianos el hecho de que Jesús hubiese muerto crucificado era algo muy difícil de asimilar y proclamar.

Comenzaron a hacerlo cuando supieron verlo como el signo que era por más que, con el paso del tiempo, algunos se han quedado en el lugar.

La vida de Jesús es todo un canto al amor.

La cruz es la mayor expresión de ese amor.

Un amor que no se guardó nada.

Un amor que lo entregó todo.

Un amor incomprendido e intenso.

Un amor que nos muestra la mejor manifestación de su amor.

Un amor que nos enseña que es posible.

Un amor que nos testimonia el cómo nos ama Dios.

Un amor apasionado y desinteresado.

En la cruz Jesús está desprovisto de todo. Lo que tiene, la vida, también lo entrega.

Es su mayor muestra de disponibilidad y cercanía con los humanos.

Lo que es muere en la cruz para que los hombres sepan que cuentan con todo ese amor para que se realicen como personas.

La cruz debe despertar en nosotros la sonrisa propia del que se sabe amado de tal manera y con tanta pasión.

La cruz debe hacer crecer en nosotros un compromiso vital con el amor.

No ha de haber un signo más elocuente de nuestro deseo de  comunión con su amor que el aferrarnos a la cruz.

En nuestras eucaristías hay una persona que mantiene una cruz aferrada a su mano.

Me encanta verle puesto que ello es un signo elocuente de la mejor manera de celebrar la gratitud amorosa de cada eucaristía.

No es una persona mojigata o  santurrona sino que es bien realista y con los pies sobre la tierra.

Ha hecho de su vida un canto de gratitud a Dios y ello lo celebra aferrándose a la cruz.

Amor en el agradecimiento a Dios y amor en su asir con fuerza la cruz.

Nunca le he preguntado su razón para tal cosa pero supongo algo de ello existe.

Dejar que la cruz de Jesús llene nuestras manos es dejar que su amor se haga vida en nosotros.

Es una manera de manifestar nuestro compromiso con ese amor haciéndolo uno con nosotros.

Es el amor que podemos obsequiar desde una sonrisa, una mirada o dejando nuestro rostro se colme de rubor.

Es el amor que podemos prolongar desde nuestro corazón a una prolongada gratitud.

La cruz es un signo y como tal debemos vivirla.

 

Padre Martin Ponce de León SDB