INUNDACIONES

 

Otra vez creciente y me resulta imposible no se colme mi mente de diversos recuerdos.

Los primeros recuerdos se remontan al 59 y aquella fatídica inundación.

El río cada vez se encontraba más cerca del lugar donde vivíamos por ello pasábamos mucho rato mirando aquel inmenso caudal de agua hasta que, debido a las abundantes lluvias, nos debimos evacuar a una chacra.

No era porque el río llegase hasta la casa donde vivíamos sino porque la abundancia de lluvias hacía que el techo de la casa no pudiese soportar tanta agua.

El río traía abundante cantidad de troncos, camalotes y diversos objetos que pasaban raudos frente a nuestra mirada.

Enterrábamos, en la costa, diversos palitos que nos servían de indicador del avance del río aunque ello era una simple manera de hacer algo ya que todo mostraba la prisa de la creciente.

Luego mis recuerdos se remontan a la década del ochenta. Ya era cura y estaba en el barrio y pasaba mucho tiempo recorriendo las carpas de aquellos que no se decidían a abandonar completamente sus casas.

Por lo menos, desde la costa, podían observar el avance del agua trepando por las paredes hasta cubrirlas completamente.

Aquellas carpas tenían una particularidad puesto no era posible determinar el olor predominante. Entre el humo y la humedad competían por predominar.

Humo de un constante fogón dentro o en la puerta de la carpa y una humedad que crecía desde el suelo embarrado o de las ropas mojadas colgadas dentro de la carpa.

Allí corrían los cuentos, los mates y, en algunos lugares, algún vino. Los cuentos eran sobre el río, algunos personajes y  las mil anécdotas que se recordaban o que se inventaban sobre la marcha con tal de estirar horas que resultaban interminables.

Los niños disfrutaban chapoteando en el barro y viviendo aquella novedad como un gran juego. Los adultos, acostumbrados a muchas crecientes, trataban de encontrar anuncios en el río marrón y hediondo que corría delante de ellos.

El olor a humedad se quedaba en la carpa pero el olor a humo se prolongaba puesto que uno se lo llevaba prendido a la ropa y a la piel.

Luego los recuerdos se hacen más cercanos ya que la creciente no era de río alguno sino de un arroyo que se adentraba en las últimas casas del barrio.

Lo más llamativo de esa creciente era la impresionante cantidad de plástico que el arroyo arrastraba o iba depositando en las ramas de los árboles.

Luego, al volver a su cauce, aquellos serían árboles  navideños de la miseria o engalanados con la pobreza del incipiente asentamiento.

La marca, dentro del asentamiento, de la llegada del agua estaba establecida por la mancha de humedad en las paredes de las casas o por la gran cantidad de botellas y bolsas de nylon que quedaban en los fondos de los espacios.

Mi recuerdo último se remonta a los comienzos del 2000. Hacía muy poco había llegado a la ciudad. Los evacuados eran, en su gran mayoría gente que habitaba en la cercanía de la cañada. Los evacuados por el río se arreglaban de alguna otra forma.

Gente que con muy poco esfuerzo sacaba sus muy pocas pertenencias. El mayor trabajo era trepar por el barro intentando no resbalarse para no romper o ensuciar objetos deteriorados o bolsas de nylon con unas prendas de vestir.

Decir creciente es decir gente que pasa mal. Gente que debe cuidar con mucho esmero lo que poseen. Gente que, luego, deberá convivir con el olor y la presencia de la humedad. Gente que perderá algo porque se le romperá o mojará.

Decir creciente es decir cuidados y solidaridad. Es decir empeños extras y sacrificios prolongados.

 

Padre Martin Ponce de León SDB