Lo que llamamos mal
P. Fernando Pascual
29-3-2019
Un gobierno decide invadir el
territorio de un país vecino. Desea más poder,
más riquezas, más esclavos, más fama.
La decisión de ese gobierno, y
tantas otras decisiones parecidas, es, simplemente, mala.
Surge aquí las preguntas: ¿por
qué decimos que algo es malo? ¿De dónde surge nuestra condena ante tantos
hechos cometidos por nosotros mismos o por otros?
Las respuestas no son fáciles,
porque no siempre tenemos un mismo parámetro para decir qué sea bueno y qué sea
malo, y porque hay muchas teorías en giro sobre el tema.
Una teoría que reduzca el bien
y el mal a los sentimientos subjetivos o a las perspectivas culturales dirá que
usamos esos términos de modo variable y sin alcanzar verdades válidas para
todos.
Para quienes los hechos son el
resultado de fuerzas ciegas, de mecanismos fijos, de procesos naturales
incontrolables, la guerra (y tantas otras acciones humanas, también las
llamadas buenas) no deberían ser juzgadas como malas o buenas.
A pesar de las diferentes
teorías y modos de ver las cosas, en el fondo del corazón humano hay un
criterio que nos dice que ciertos hechos no deberían ocurrir, y que las
acciones malas merecen ser corregidas y castigadas.
Ese criterio supone, de modo
implícito o explícito, que poseemos una voluntad libre, que estamos abiertos a
opciones diferentes, y que entre esas opciones algunas son buenas y otras son
malas.
Por eso, cuando condenamos con
firmeza la agresión de un ejército sobre un pueblo indefenso, lo hacemos desde
la convicción de que no todo es lícito, y de que lo malo ha de ser neutralizado
de la mejor manera posible.
La historia y la propia
experiencia nos recuerdan que no siempre el mal es detenido ni los culpables
son castigados. Pero la razón y la fe nos llevan a reconocer que lo que no sea
corregido en esta vida lo será en la vida futura.
Por eso, el mal no puede ser
nunca lo último ni lo definitivo. El amor sano hacia el bien y la justicia nos
impulsan a frenar las injusticias, a promover acciones buenas, y a esperar en
Dios que dará a cada uno según sus obras (cf. Rm
2,5-8; Ap 20,13).