SE APAGÓ

 

Mi abuelo lo mencionaba en sus relatos. Con él, muchas veces, hablamos de mi abuelo.

“Hola, Flaco ¿cómo estás?” era su forma de saludarme invariablemente siempre.

Desde hacía tiempo venía realizando su mayor prueba de magia: ganarle días a la vida para seguir siendo útil.

Sus muchos años fueron empequeñeciendo su cuerpo pero no sus ganas de servir brindándose a los demás.

Su último campo de apostolado era la computadora desde donde aportaba materiales que, según lo entendía, podían ayudar.

Su voz se iba convirtiendo en un susurro apenas escuchable pero no necesitaba de ella para dejar a alguien con la boca abierta y una sonrisa.

Siempre tenía una respuesta rápida y chispeante.

Con su campera azul pasaba por entre un grupo de jóvenes, se detenía, pedía un anillo o una moneda y lo hacía desaparecer de su mano para que apareciese en algún bolsillo de los que le miraban o en el pelo de otro y se retiraba sin necesidad de más palabras. Dejaba a alguien con una sonrisa y ello le era más que suficiente.

¿Cuántas confidencias supo hacer desaparecer? Era tremendamente confiable puesto que lo que se le confiaba desaparecía en él como por arte de su magia.

Era tremendamente ansioso y no disimulaba tal cosa. Cuando comenzaron los arreglos del templo en el Juan XXIII él ya estaba en los detalles del arreglo del mismo. Recuerdo me llevó a ver lo que se iba a realizar y dónde iba a poner un cuadro o una luz y simplemente habían armado los andamios para comenzar a pintar. Cuando comenzaban a juntar los materiales para armar el pesebre él lo mostraba como si el mismo ya estuviese armado o concluido. En una oportunidad me invitó a mirar el libro que estaba realizando y mi opinión sobre el mismo y no eran más que unas páginas guardadas en una computadora.

Su mente era más rápida que la realidad y así vivía. La ansiedad y la entrega se confundían en él.

Gustaba de los chistes y los comentarios agudos que construían fraternidad. Desde una de las cabeceras de la mesa solía ser el centro de las conversaciones sobre los diversos temas que podían surgir en los almuerzos y para ello estaba muy bien informado de la realidad.

Es obvio que no era un ser perfecto y ello queda en el silencio ante una vida hecha servicio desde su ser sacerdote.

Su sacerdocio le llevaba, casi todas las mañanas, a recorrer las distintas salas donde solía haber gente para brindar un saludo, comentar alguna noticia o interiorizarse de alguna situación particular de los que allí se encontraban. Con la misma alegría se llegaba a la sala de profesores que al lugar donde los funcionarios preparaban la jornada.

Supo hacer de la magia (aros, monedas, pañuelos y cintas) un servicio y del mismo una magia constante.

Servía para construir fraternidad con mil pequeños detalles.

Servía para que la alegría nunca faltase en su relación con los demás.

Servía para que cada uno se sintiese atendido y respetado.

Servía para compartir su amor a la eucaristía y a María.

Servía para despertar una sonrisa y un mimo con su cercanía.

Servía para conversar respetando posturas asumidas aunque no las compartiese por ello resulta imposible cuestionar sus posturas asumidas.

Constantemente servía con naturalidad y alegría que es, sin duda, la mejor manera de servir en la vida.

El lunes comenzó su día como todas las mañanas. Se vistió, se sentó en la cama para calzarse y se apagó.

Repentinamente se apagó sin pasar por un período de internación ni dar trabajo a nadie.

Simplemente se apagó su vida a los 97 años.

Padre Félix Bruno haya paz en tu tumba.

 

Padre Martin Ponce de Leon SDB