CADA
DIA SU AFÁN
HEMOS
VISTO AL SEÑOR
Allá
en la escuela teníamos un libro muy atrayente por las imágenes y también por
los relatos evangélicos que contenía. Su título sonaba como un gozoso pregón:
“Hemos visto al Señor”. Evidentemente era el anuncio de una buena noticia que
había que comunicar con rapidez y alegría, con valentía y con esperanza.
Por
entonces no usábamos todavía la palabra “testimonio”. Bastaba saber que quienes
habían descubierto a Jesús, lo comunicaban a sus amigos y vecinos. Ni podían ni
querían guardar para ellos solos el gozo de aquel encuentro. Una tarde, Andrés
y otro discípulo de Juan el Bautista habían seguido a Jesús y se habían quedado
con él durante el resto del día.
A
la mañana siguiente, Andrés se apresuró a dar cuenta del hecho a su hermano
Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41). Esas palabras son el eco jubiloso de un
encuentro que había de marcar un camino de futuro para aquellos dos pescadores
nacidos en Betsaida. Son un evangelio dentro del
Evangelio. La buena noticia de la paz y del sentido.
El
mismo texto de Juan pone en boca de María Magdalena una expresión semejante:
“He visto al Señor” (Jn 20,18). Aquella discípula, que había seguido a su
Maestro hasta el Calvario, lo ha descubierto ahora resucitado. Y corre a dar la
noticia a los discípulos que lo habían abandonado en Getsemaní. Tiene para
ellos un mensaje del Maestro que desea encontrarse con sus amigos en Galilea.
Al
atardecer de aquel mismo día, los discípulos se encuentran reunidos en un
lugar, con las puertas bien cerradas. De pronto el Señor se les hace presente,
les desea la paz y les muestra sus llagas. No están todos. Falta Tomás. Pero
cuando se incorpora al grupo, los discípulos le transmiten una noticia apresurada
y gozosa: “Hemos visto al Señor” (Jn 20,24).
Ese era el título de aquel libro de lecturas.
Ese es el mensaje que desde el mismo día de la Pascua había de distinguir a los
discípulos de Jesús. Esa es la palabra del testimonio.
En
su exhortación Gaudete et exsultate sobre la llamada a la santidad en el mundo
actual (GE 96), el papa Francisco incluye
unas palabras con las que san Juan Pablo II nos exhortaba a descubrir el rostro
de Cristo en las personas con las que él ha querido identificarse.
Están
ahí. Unas veces nos contagian su alegría. Y en otras ocasiones nos muestran su
dolor, los desgarros de su piel o las cicatrices de las heridas recibidas por
los caminos del mundo.
A
muchos años de distancia de la lectura de aquel libro, podemos pedir la gracia
de “ver” al Señor en los mil rostros con los que nos cruzamos cada día. Que no
nos venza la tentación de esa indiferencia que nos impide verlo. Ni la
tentación de la pereza que nos impide anunciar el encuentro.
José-Román
Flecha Andrés