Cuando llega un mal inesperado
P. Fernando Pascual
24-5-2019
La vida marcha sobre ruedas.
Trabajo, familia, amistades, salud, medios económicos: todo parece sonreír. El
optimismo domina y el corazón se siente seguro.
De repente, un mal inesperado
rompe la armonía. Puede ser una enfermedad, o un despido sorprendente, o un
accidente, o el cambio misterioso del modo de comportarse de alguien de la
familia.
La trayectoria de lo cotidiano
sufre un freno radical. Cambian las perspectivas. Los proyectos quedan entre
paréntesis. Las seguridades muestran su fragilidad. Hay que reajustarlo todo.
Cuando llega un mal de este
tipo las reacciones pueden ser muchas. Van desde la negación del problema hasta
la rebelión, desde una lucha frenética por superarlo hasta una resignación
malsana que paraliza por completo a la persona.
Para quienes observan lo que
pasa, resulta difícil entrar en el corazón de quien vive cambios imprevistos.
Algunos ofrecen ayuda. Otros simplemente buscan estar cerca, con respeto, quizá
con algún consejo oportuno.
La vida está llena de
misterios. Para quienes han vivido durante años en una plácida bonanza resulta
muy duro encontrarse con un muro inesperado que cierra las perspectivas y que
invita a cambios radicales.
Cuando llega un mal inesperado,
el corazón necesita encontrar fuerzas para vivir con esperanza, humildad para
dejarse ayudar, convicciones con las que descubrir el sentido de una existencia
que modifica bruscamente su trayectoria.
En esos momentos, producen un
gran alivio la confianza en Dios, la apertura a sus designios misteriosos, y la
cercanía de tantas personas buenas, dispuestas a dar una mano sin condiciones.
Resulta duro sentirse solos en
pruebas que llegan impetuosamente. En cambio, quien empieza a descubrir un
sentido a la nueva situación y abre los ojos a otros que han pasado por pruebas
parecidas, podrá seguir adelante y afrontar un mal inesperado con más esperanza
y fortaleza.