Su
nombre no hacer al caso pero responde a una realidad bien concreta.
Todo
lo suyo no hace lugar a la imaginación puesto que no es necesario.
Le
conocí hace muchos años cuando, en diversas oportunidades llevaba o retiraba,
de un lugar donde yo estaba, a algunos de sus hijos.
Hace
como ocho años transitaba por una calle cuando veo avanzar, por la vereda de
enfrente, a un anciano con un bolso en uno de sus hombros y en el otro una
silla playera.
Me
llamó la atención el rostro de aquel hombre por su parecido con el del comienzo
del relato. Supuse, por su aspecto, sería el padre o el abuelo de tal persona.
Me
dije que la próxima vez que le viese le preguntaría si no era familiar de aquel
hombre que, hoy, andaría por los cincuenta años.
Pocos
días después le veo y cambio de vereda para encontrarme con él. Cuando me voy
acercando me sorprende con un “Hola, Padre Martín ¿Qué hace por aquí?”
Ni
padre ni abuelo sino simplemente él con un deterioro notorio a simple vista.
Luego
de un rato de conversación me retiro impactado con la prisa que los años y la
delgadez habían avanzado sobre él.
Tiempo
después le veo sentado en una escalera leyendo una novela. Detengo el auto y le
invito a buscar, si lo desea, un algo de comida en la parroquia que le quedaba
a menos de una cuadra del lugar donde se encontraba.
A
la vez siguiente le invité a formar parte de la mesa compartida y se integró a
la misma.
Con
el paso del tiempo y entrando más en confianza fue relatando algunos aspectos
de su vida pasada.
Dejó
su familia debido a que los conflictos por su alcoholismo hacían imposible la
convivencia normal.
Buscó
poner distancia y se trasladó a otro departamento donde consiguió trabajo en un
bar. Allí aumentó su adicción al alcohol hasta que llegó un momento en que tomó
conciencia se estaba destruyendo.
Nuevamente
puso distancia y se trasladó a Mercedes donde sobrevivía reparando paraguas o
recomponiendo sillas playeras. Para esto último utilizaba una técnica muy
particular puesto que ponía, en lugar de las tradicionales cintas de tela,
cintas que construía con botellas de plástico que cortaba de una forma muy
especial.
Un
día apareció con la noticia que debía abandonar la pensión donde vivía. No
recuerdo la razón o, tal vez, nunca la mencionó. Había conseguido, en otro
lugar de la ciudad una nueva pensión donde instalarse.
Transcurrió
el tiempo y se llegó hasta la parroquia buscando un lugar donde pernoctar
puesto que había tenido un problema en la pensión donde estaba.
Se
quedó entre nosotros varios días hasta que solucionó su problema y retornó a la
pensión hasta que, pasado un tiempo, volvió a la parroquia definitivamente.
En
oportunidades intentaba disimular su llegar un algo tomado. Las manchas en sus
dedos denunciaban su fumar en abundancia.
Comenzó
a no poder tragar la comida y ello se fue agravando hasta ser diagnosticado de
cáncer y se le trasladó a Montevideo para un tratamiento infructuoso.
Volvió
a la parroquia y, sacando fuerzas de su flaqueza salía a vender diversas cosas
en la calle golpeando puertas o abordando transeúntes.
El
cáncer continuó avanzando y perdió la voz hasta que, un día, ya no pudo caminar
ni ayudado por un andador. Sus piernas no respondían a sus deseos.
Hoy
mata sus horas de internación leyendo y con la compañía de una radio que
escucha en alto volumen puesto tiene escasa audición.
Lo
más trágico es su soledad. Esa soledad que le acompaña desde hace tantos
años y que ahora se instaló junto a él
en una cama del hospital.
Su
deseo es volver a la parroquia pero su no poder moverse le hace tomar
conciencia que allí está mejor cuidado.
Creo
que, en estos momentos, su soledad es más dolorosa que su enfermedad por más
que asuma “Es lo que me tocó”
Padre
Martin Ponce de León SDB