El secreto
de la vida
Santidad en
medio del mundo
Pbro. José
Martínez Colín
Escribió sabiamente Dostoievski: “El secreto de la vida humana no radica
en el hecho de que uno vive, sino en para qué vive”. Y ese secreto lo han
conocido los santos, quienes han sabido descubrir el sentido verdadero a los
acontecimientos de su vida, y vivir de acuerdo a él. Por eso los santos, decía
el papa Pío XI, “son comparables a los telescopios de los astrónomos. A través
de los mismos podemos ver ciertas estrellas que nadie sería capaz de distinguir
a simple vista. A través de los santos aprendemos a ver con más claridad
aquellas verdades que la vida cotidiana oscurece a nuestros ojos” (8-XII-1933).
Saber encontrar y amar a Dios en nuestra vida cotidiana, es el mensaje
que el Señor le pidió a san Josemaría Escrivá que viviera y difundiera por todo
el mundo y para lo cual fundó el Opus Dei.
Hace 44 años, en 1975, fallecieron, con menos de un mes de diferencia,
San Josemaría Escrivá, el 26 de junio, y la ahora recién beatificada Guadalupe
Ortiz de Landázuri, el 16 de julio. Ambos habían luchado hasta el último aliento
de su vida por corresponder al amor de Dios en su vida ordinaria en el Opus Dei,
procurando acercar a los demás al amor de Dios.
Es significativo que ambos lo hayan alcanzado: Uno, cumpliendo la
voluntad de Dios fundando el Opus Dei, camino de santidad en el trabajo
ordinario y Guadalupe, por su parte, luchando por andar ese camino, confiando
plenamente en ese mensaje del fundador.
Guadalupe comprendió que no se trataba de ser perfecta aquí en la tierra,
sino de vivir enamorada de Dios. Había escuchado de san Josemaría que el “santo
no es el que no cae, sino el que siempre se levanta”. Esa confianza en la
misericordia de Dios le llevaba a estar muy alegre, a pesar de verse con
defectos. Así le escribía a San Josemaría: “Soy muy feliz y estoy muy contenta…
Aunque veo que todo lo hago con muchos defectos (vanidad y amor propio, sobre
todo) noto tanto que me ayuda el Señor que estoy segura de que si Él se empeña
llegaré a agradarle de verdad… Cada día quiero mostrarle mejor lo que siento
por Él y cómo le agradezco lo muchísimo que me quiere”.
Una amiga suya, Laura Busca, que sería luego su cuñada, recuerda que Guadalupe
nunca se quejaba de nada. Por ejemplo, le sorprendía que utilizara
indistintamente zapatos de un número o de otro, sin quejarse. Cuando su madre,
que tenía un pie más pequeño, tenía zapatos que le quedaban apretados,
Guadalupe se ofrecía alegremente para ensanchárselos llevándolos puestos
algunos días, pues tenía el pie más grande.
Después de la guerra civil española del siglo XX, los alimentos estaban muy
racionados. Ella atendía una residencia para estudiantes. En una ocasión no
había suficiente consomé. Una persona testimonia, que vio sin que se diera
cuenta Guadalupe, que al ver que no alcanzaba para todos, llenó su taza con
agua caliente y se la tomó muy contenta como si fuera un sabroso caldo,
sacrificándose en lo ordinario por amor.
Otro testimonio lo da Guadalupe Gutiérrez, de Tacámbaro, quien la conoció
en 1952, de once años. Años más tarde convivió con ella en la Ciudad de México.
Cuenta cómo Guadalupe le enseñó a cuidar los detalles y a vivir bien la virtud
de la pobreza combinándola con la limpieza y el buen gusto. Era una persona
sencilla, acogedora, afable. Enseguida inspiraba confianza y cariño. Sabía
siempre escuchar, comprender, ser amable y bondadosa, lo mismo si era una
campesina, que una universitaria o una señora de clase social alta. Para todas
tenía comprensión y afecto humano. Era una persona recia, laboriosa, puntual, alegre
y optimista. Supo pasar por alto la escasez de medios viviendo desprendida de
todo, dándolo todo: “Me enseñó a poner Amor de Dios en cada cosa que hacía:
hacer bien una cama, dejar limpia una habitación o que no quedaran torcidos los
cordones de una cortina”.
El obispo de Tacámbaro le pidió que diera unas charlas a las campesinas
del lugar. Ella aceptó gustosa y estuvieron en un lugar recién construido, lo
que sería el seminario diocesano, por lo que aún no estaba amueblado. En una mañana
Guadalupe, mientras daba una charla sentada en el patio, colocada en suelo como
todas, notó que algo le subía en la pierna y le picaba, sintiendo un fortísimo
dolor. Se agarró el vestido y apretó fuerte para matar al intruso y continuó
hablando tan contenta como si nada hubiera ocurrido. Nadie de las que escuchaba
la charla noto nada fuera de lo normal. Cuando terminó la charla dijo lo que le
había ocurrido y el intenso dolor que tenía. Procuraron atenderla pues le subió
mucho la temperatura. Tuvieron que regresar a la Ciudad de México donde siguió
teniendo fiebre durante muchos días. A pesar de estar en esas condiciones, no
hacía referencia a sus malestares, sino que se interesaba por quienes iban a
saludarla.
Guadalupe fue un gran apoyo para San Josemaría. Ella, con su sonrisa
permanente, vivía lo que San Josemaría enseñaba: saber vivir alegremente cada
día unidos a la Cruz. Ahora ambos gozan del Señor en una eterna felicidad. Un
ejemplo que alimenta nuestra esperanza de santidad y nos invita a saber
descubrir a Dios en nuestro quehacer ordinario para amarlo en todo momento.