DESPEDIDA
En
diversos artículos he hablado de uno de los integrantes de nuestra “mesa
compartida”.
En
estos años de actividad ya es el quinto al que debemos despedir.
La
mayoría de ellos no tenían a nadie más que a nosotros los que participamos de
tal actividad.
No
importa pretender saber las razones que le han podido llevar a la soledad en la
que se encontraban al momento de su fallecimiento.
Podremos
hacer muchas elucubraciones pero las mismas se pierden en el secreto que se han llevado consigo. El respeto, muchas
veces proclamado, a las razones de sus situaciones de vida nos deja con
preguntas que nunca tendrán respuestas.
Su
soledad era notoria y por demás dolorosa puesto que, en su caso, conocía a
trozos de su familia salteña.
En
alguna oportunidad abrió su puerta interior para que pudiésemos saber alguna de
las razones que le llevaron a recalar por aquí.
Sin
lugar a dudas, un día, Dios hizo se cruzase por nuestra vida y lo que comenzó
por una mano concluyó por un techo donde estar.
No
hace mucho me pidió me trajese su bolso con algunas ropas puesto que, según me
dijo, “ya no las utilizaría más”.
No
precisaba mucha lucidez para darse cuenta que su deterioro era progresivo e
irreversible.
Sus
fuerzas le habían abandonado y la piel ya se pegaba a sus huesos a una
velocidad asombrosa.
Era
muy consciente de que su final estaba cercano. Al atardecer del viernes
falleció.
El
sábado por la tarde un grupo de integrantes de la mesa compartida nos reuníamos
para darle la última despedida.
Muchísimas
cosas se agolpaban en mi mente y se entreveraban por salir.
Cuando
sus fuerzas comenzaron a flaquear y ya no pudo salir más a realizar sus ventas,
puerta a puerta, con lo que se ganaba la vida tuvimos oportunidad de algunas
charlas donde no había mucho espacio para las anécdotas o los recuerdos y
pudimos conversar sobre su situación y su realidad.
Parecía
como que toda su vida había sido un prolongado aprendizaje donde había
encontrado mucha incomprensión y muy poco de lo que arrepentirse.
No
eran conversaciones donde uno pudiese cuestionar y, mucho menos, preguntar.
Era, simplemente, un tiempo donde abría trozos de su puerta interior para no
estar tan inmerso en la soledad.
Cuando,
debido a su enfermedad, comenzó a tener dificultades para hablar se refugió en la lectura. Siempre
había sido un buen lector pero últimamente se había vuelto un devorador de
libros.
Unos
días atrás le llevé dos y le dije que en dos o tres días le llevaría otros más.
Me asombró su respuesta: “No creo tenga tiempo de leer estos dos”
Estaba
muy consciente de su realidad y de la cercanía de su final.
Pese
a eso, al enterarme de su fallecimiento no pude menos que experimentar una
extraña sensación. Extraña porque ambigua.
Por
un lado sentía que era “lo mejor” que le podía haber pasado ya que no debió
vivir una interminable y dolorosa agonía. Por otro lado sentía el peso de que
había fallecido en la más absoluta soledad y ello no me causaba ninguna
sensación de tranquilidad.
Su
fallecimiento me hacía brotar un inmenso gracias a todas esas personas que de,
mil maneras, hicieron algo por hacerle saber que se le tenía en cuenta. El
Obispo me llamó para decirme que si necesitaba algo supiese que contaba con él.
Hacían
mía sus palabras de agradecimiento a todas las personas que, sin obligación, le
dedicaban su tiempo y, de esa forma, mitigaban su soledad y dignificaban su
existencia.
No
ha de haber actividad más reconfortante que hacer algo, desinteresadamente,
para que alguien se sepa y sienta persona respetada y aceptada.
Padre
Martin Ponce de Leon SDB