LA CASA DE BETANIA
Uno
de los lugares preferidos de Jesús era aquella casa en Betania.
Allí
solía refugiarse en busca de tranquilidad, calidez y amistad.
Exteriormente,
aquella casa, era una más en aquella ciudad.
Para
sus vecinos era la casa de Lázaro, Marta y María. Para Jesús era la casa de sus
amigos.
Cuando
uno se adentraba en aquel lugar se descubría en un mundo totalmente único y por
demás especial. Un mundo donde la magia se hace tangible y palpable.
Allí
se respira un clima que no se encuentra en ningún otro lugar. Es un clima dulce
y cálido. La amistad es tal que invade hasta el clima respirable.
No
hay colores estridentes ni apagados. Todo está colmado de colores suaves que
parece se empeñan en envolver a quien allí es recibido.
La
presencia de Marta se ve reflejada en la pulcritud de todos los lugares.
La
presencia de María se palpa en cada detalle reflejo de cariño y buen gusto.
Varios
son los lugares para el encuentro, el disfrute y la intimidad.
Parecería
como que aquella casa está diseñada para los encuentros y las confidencias
propias de la amistad cultivada en grado sumo.
El
fogón, con boca de horno de pan, se
encarga de consumir bocanadas de leña que se agotan ante la duración de las
diversas conversaciones.
Los
recuerdos surgen desde cada rincón y se empeñan en esconderse en cada espacio
para perdurar sin prisa por evaporarse.
Las
charlas van y vienen sin prisa para disfrutarse de cada palabra y de cada
relato.
En
oportunidades la risa de María se transforma en campanillas que resuenan y
atraen la atención de todos los presentes.
Por
los diversos lugares se pueden encontrar detalles que dan toques de calidez y
delicioso gusto que transforman los espacios en una prolongación del cariño que
allí se respira.
Hasta
la más anodina de las paredes tiene algún detalle revelador de calidez y
despierta la atención de las miradas.
Cuando
llegaba Él todo se volvía vértigo porque, parecía, merecía la mejor de las
atenciones y cuidados.
Él
solamente buscaba un trozo de paz y grandes sorbos de calidez humana que le
hacía redoblar empeños en la misión asumida.
Necesitaba
de aquella casa como todo ser humano necesita de la amistad celebrada en
encuentros y conversaciones.
No
iba a hablar de sus posturas sino a compartir, con naturalidad y espontaneidad,
sus vivencias y situaciones experimentadas.
No
daba lecciones o mensajes sino que hablaba de lo que vivía siendo ello el mejor
de sus mensajes y la mayor de sus lecciones.
Matizaba
sus experiencias con algún relato que despertaba la sonrisa de sus oyentes.
Era
un conocido que se mostraba tal como era sin temor a no ser entendido o
aceptado.
Era
el amigo que se encontraba con sus amigos y no tenía pudor en mostrar su
corazón y su intimidad.
Era
el oasis donde se refugiaba periódicamente para reafirmar convicciones y
fortalezas.
Allí
podía saber era posible todo eso por lo que soñaba y buscaba construir.
Allí
podía palpar que la fraternidad no era u sueño o una utopía sino una verdad.
Allí
podía sentir que la igualdad era una realidad que se respiraba y nutría.
Allí
podía gustar la calidez de ser recibido y aceptado por ser quien era y no por
sus portentos o capacidades.
Por
ello, cada tanto, Jesús se refugiaba en aquella casa donde se encontraba con
sus amigos.
La
casa de Betania era una casa más de aquel lugar.
Para
Jesús era, sin lugar a dudas, una casa especial puesto que era la casa de la
amistad vivida con mayúsculas y amor.